¿Con la frente marchita?

22 de octubre de 2019

La historia de los inmigrantes tienen muchos puntos en común. Desde el exilio forzado, el pretendido, guerras, movimientos migratorios, la territorialización del federalismo, las masacres, distintos enconos que enfrentan a las partes… nada que no sepamos. Ahora bien, ¿se vuelve? Los refugiados, las verdaderas grandes víctimas de estos giros, solo pretenden volver a su tierra una vez resueltos los problemas. Hoy, Siria, por ejemplo; o África entera siempre; sus habitantes desean retornar a su país cuando haya paz. Paz es la clave, siempre.

Con la comunidad armenia ocurre algo particular: la diáspora es demográficamente mayor a la población en el mismo territorio armenio, y hasta tiene más poder. Desde el reino de Urartu hasta 1918, el territorio estuvo a merced de distintos adversarios para que finalmente cobre la forma política que hoy conocemos. Los armenios sobrevivientes al genocidio perpetrado en la región del Imperio Otomano huyeron primero a los países vecinos que los cobijaron y luego, algunos, más allá: hasta llegar incluso a lugares tan alejados como Canadá o Argentina.

Una vez restablecido el país como tal y ya fuera de las garras del turco, ¿el armenio volvió a su tierra? “Su” tierra no era tal, para empezar. Mis abuelos son de Hadjin y Adana: yo no “vuelvo” a ese suelo. Cuando ellos escaparon, era el Imperio Otomano; hoy, es Turquía. No, no “volvería” a Turquía. ¿Podemos llamar “nuestro” país a lo que hoy es Armenia? Y quien crea que la retórica es afirmativa, ¿acaso volvería?

Soy descendiente de armenios, tengo una vida social activa dentro de la comunidad y por supuesto, muchos de mis amigos son también descendientes de esos armenios que fueron forzados a huir de su tierra. Como tal, conozco -apenas- a la hija de una maestra de armenio que fue a vivir a Armenia, y al hermano de una amiga que por razones laborales se instaló ahí.

Cuando uno deja su espacio, fueran las causas que fueran como mencionaba al principio de esta columna, la vuelta es algo que se contempla o no. Luego de la crisis económica y social de diciembre de 2001 en Argentina, muchos prefirieron asentarse en otros países con mejores posibilidades. Cuando alguno de ellos vuelve a este país, el tango de Gardel le late en las sienes hasta el dolor.

Pero diferente es el caso del armenio: no hemos nacido en tierra Armenia, la vuelta no es tal, estrictamente hablando. Ni siquiera se asemeja nuestro caso al del judío: Israel es un Estado con poco más de cincuenta años, no es la tierra de la que se los espantó (Polonia, Alemania, Holanda, Rusia, etc.) pero ahí están. Los judíos diaspóricos van a Israel. A vivir. Aunque más no sea la experiencia del kibutz. El judío “vuelve” a su tierra cuando, al igual que el armenio, tiene más poder (dinero) en el resto del mundo.

¿Por qué no “vuelve” el armenio a Armenia? O mejor: ¿por qué no va el descendiente de armenios nacido en la diáspora a vivir a Armenia? Más que una retórica generosa en recursos de interpretación, hay un metalenguaje que exprimir: vuelta, tierra, ancestros, genocidio, vida, algo que descifre la incógnita. En términos estrictamente léxicos, la vuelta es a Turquía y duele tanto pensarlo como escribirlo (para ustedes leerlo). ¿Entonces no hay vuelta? Esta pregunta es altamente contenciosa. Las pulsiones más oscuras se desatan y generan un enfrentamiento con la verdad: el vacío existencial.

El inmigrante, el refugiado, necesita volver y establecerse en su entorno sociocultural. El armenio se estableció donde pudo y ahí formó su pequeña Armenia: levantó una iglesia y una escuela, dotó a los descendientes de un entorno tal que puede sentirlo ahí. Cuando era pequeña, vivía en la misma manzana de la iglesia Santa Cruz de Varak y del colegio Arzruní: toda esa vuelta hasta casa estaba hablada en armenio. Roberto, el carnicero, era armenio; Carlitos, el almacenero; Julia, la del kiosco; Rosita, de la mercería, Barón Torós del taller mecánico, los hermanos de casa de zapatos, el barbero, todos eran armenios. Mi hermana, como tantos, no habló español hasta sus seis años cuando lo aprendió en el Arzruní. Los vecinos de enfrente y los de la vuelta, todos eran armenios. Recuerdo ir a casa de mi tía en Valentín Alsina y por la calle la gente pasaba hablando en armenio. La comunidad se hizo fuerte en Argentina y tiene una identidad muy marcada, muy establecida en suelo argentino. El barrio de Palermo todo debería renombrarse Little Armenia. ¿Volver? ¿A dónde?

Lala Toutonian
Periodista
latoutonian@gmail.com

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