Cristina Tchintian: “¿Cómo no voy a militar nuestro genocidio? Viví con mi abuela que lo padeció”

25 de junio de 2019

Cristina Tchintian es Licenciada en Ciencia Política y actualmente está a cargo de la Subsecretaría de coordinación y articulación política a cargo de la Secretaría de representación oficial en Buenos Aires del Gobierno de la provincia de Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico sur. Madre de dos, un nene de ocho y una nena de dos, encuentra en la política y en la gestión el espacio donde expresarse.

Bailó en Nairí y en Masís, estudió en San Gregorio y cursó la licenciatura en la UCA. Tchintian es una mujer muy activa “pero sin disciplina”, dirá entre risas. La carrera fue con orientación en procesos políticos y cuando terminó, fue maestra en Jrimian por un año para luego pasar a la Universidad de Tres de Febrero donde trabajó en Secretaría Académica y en paralelo, en la consultora EGES haciendo asesoramiento legislativo y coordinación de programas, entre tantísimos otros proyectos. Además, es vocal de la Fundación Memoria del Genocidio Armenio.

—Tu historia armenia.

—Mi abuela estaba en Esmirna y a sus cinco años ya matan a su papá y a un tío, el hermanito muere por cólera, se separa de su mamá y va sola a Grecia donde finalmente se reencontrará con su madre. A los quince años se casa con Ohán Tchintian, que eran de Sepastiá y cuenta la historia que él estaba yendo a la casa de otra chica para ver el tema del casamiento y pasando por lo de mi abuela, la vio y entró. Tuvieron tres hijos. Mi abuelo militaba en el partido socialista en Grecia. Mi abuelo antes de morir joven le había hecho prometer a mi abuela que volvería a Armenia si le pasaba algo porque los enguer la ayudarían. Volvieron. Mi abuela contaba que en las cartas mandaban saludos a muertos para evidenciar que las cosas estaban mal. Ella siempre lo lamentó. En la época de Stalin dormían vestidos por temor a que los atraparan y los mandaran presos a Siberia. Su hermana estaba casada con un armenio de Grecia y habían venido a Argentina y mi abuela la siguió, se vino con mi papá que ya tenía 24 años. Esto fue en 1968. Un gran matriarcado… Yo crecí con ella, vivimos todos juntos hasta que murió. De parte de mi mamá, mi abuela vino de Grecia y a sus tres años ya estaba en Argentina, ella era Kouyoumdjian -mi madre era prima de Arturo-, mi abuelo nació en Estambul por el boom de nacimientos que hubo tras el genocidio y la vuelta al hogar de muchos. Mi abuelo fue siempre un vanguardista, un hombre de mundo. Tocaba en una banda de música con artistas turcos y se vino a sus treinta años. Acá conoció a mi abuela. Crecí en una familia armenia pero no fanática. Aunque mi papá era zapatero y luego tuvo el negocio en la calle Libertad (risas).

—¿Cómo vivís la armenidad?

—Con la armenidad me une lo anónimo, sin placas de reconocimiento ni nada. Hacer honor a esos anónimos que hicieron de todo por la comunidad pero solos. En mi familia no usamos la frase “No es armenio pero es buen tipo”. ¿Cómo no voy a militar nuestro genocidio? Viví con mi abuela que lo padeció. Hay una cuestión del derecho humano fundamental. Una cosa es la parte académica y teórica de lo que no debe ser y otra es la vivencia. Hay que entenderlo desde la intelectualidad también.

—¿Cómo ves a la comunidad?

—Hay un avance en la comunidad, con la IARA, por ejemplo, intentos de generar un espacio común entre los armenios. A veces me da la sensación de que estamos tratando de mantener unas instituciones que no reflejan lo que es el mundo real. Las instituciones están formadas por personas que se tienen que adaptar a los cambios que pueden aportar otra gente por fuera de las instituciones pero puedo entender que no se sepa cómo involucrarlos todavía pero hay que prestar mucha atención con lo que pasa afuera y ver qué les pasa a estos armenios. Las cosas cambian y creo que debemos administrar bien el recurso de la beneficencia. Saber interactuar con los que no son activos en la comunidad sin frustrarnos porque no participan en todo. Hace falta comunicar bien, hacer una buena base de datos, hay que hacer un buen relevamiento, saber cómo es la colectividad, qué quiere la colectividad y sobre todo, qué es la colectividad. Si yo tengo uno de mis padres armenios y el otro no, ¿soy armenio? Quiero que mis hijos sepan defender nuestra cultura y nuestras tradiciones desde lo alto para no pensar que nuestro pueblo murió en vano. Nada más. ¿Por qué no tenemos becas? Abrir maestrías en genocidio y cultura armenia, becar alumnos fuera de la armenidad, nos lo debemos a nosotros; eso falta. Falta profesionalización.


Un objeto. Elijo el peine de hueso que viajó con mi abuela Hripsimé en 1922 de Esmirna a Grecia, luego a Armenia en 1947 y llegó a Argentina en 1968. Guarda el recuerdo del oficio de Setrak, su papá, al que mataron cuando ella tenía cinco años. Es testigo de la historia de mi “mema”, como le decíamos a ella, y un objeto de un sobreviviente del genocidio.
Pero también es nostalgia propia: ese peine salía a la luz si a mí o a alguna de mis hermanas nos picaba la cabeza. El pañuelo blanco en su regazo y nosotros sentadas en el piso esperando que nos lo pase por el cabello.
Un simple objeto que salió de la mano de un artesano, ante la tragedia que atravesó al pueblo armenio se transformó en contenedor de historias sin buscarlo.

Lala Toutonian
Periodista
latoutonian@gmail.com

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