Arz. Hagop Kelendjian

Dolores del pasado: Un recuerdo del internado

16 de enero de 2019

Recuerdo-del-internadoHan transcurrido décadas desde ese día. No obstante, con el devenir de los años se han borrado los recuerdos desagradables, pero éste sigue vivo en mi memoria. Cuando a menudo veo un niño triste, abatido espiritualmente, ante mis ojos se eleva la imagen de Vazkén, mi querido amigo de la infancia y otra vez, otra vez, en mis oídos resuenan los sollozos de su alma, sus lamentos de dolor y humillación.

Afuera hacía frío, era una noche oscura. A veces, desde las brechas de nubes oscuras, apenas un instante, aparecía la luna pálida, de color mortecino, muda e impía. El murmullo agitado de las olas marinas se fundía con el ulular del viento y por más que resonaba amenazante, no era digno de atención, pues, el pequeño Vazkén se había cubierto con la sábana hasta la cabeza, sollozaba desconsolado, abandonado por todos, de la protección paterna, de los cuidados maternos, incluso de una dulce palabra de compañerismo.

No pude decirle nada. Estaba sorprendido. Los brutales golpes que había sufrido en su cuerpo, nos habían herido el alma a ambos, habían herido nuestro mundo infantil interior.

Vazkén y yo estudiábamos en un internado, donde se había reunido una multitud de adolescentes, de lugares alejados o cercanos, cuyos padres tenían un gran deseo de ver a sus amados hijos con un estudio.

Muchos de nosotros añoraban el cariño paternal, del ambiente cálido y tierno de la familia. Y para nuestros padres no era fácil permanecer separados de nosotros. Aquellos que eran de países lejanos o vecinos, tenían apenas la posibilidad de ver una vez al año, en las vacaciones de verano, a sus allegados y a veces tampoco se lograba esto.

Las consecuencias crueles que surgían de nuestros inmediatos superiores, en particular de la inexperiencia de èstos, de la falta de idea que tenían acerca de la enseñanza , incluso a veces de su conducta perversa, le agregaba nuevas amarguras a nuestros ya doloridos corazones. Muy excepcionalmente había educadores, que se acercaban a nosotros con sentimientos buenos y nobles.

Vazkén y yo no estábamos en la lista de los predilectos del director. Probablemente la causa fuera nuestra naturaleza de campesinos toscos. Quizá, en este caso es posible decir que afortunadamente, nuestro exterior no tenía detalles tan atractivos que llamara la atención de nuestro director. Así y todo, la única alegría que no nos podían robar, era, que éramos buenos compañeros; nos comprendíamos bien y nuestros sueños respecto al futuro, se habían puesto alas y volaban de horizonte en horizonte. Finalmente, ¿quién puede trazar límites al vuelo de la mente, cubierta por sentimientos sinceros?

Uno de estos días, el director, con su habitual rostro avinagrado, entró en el amplio dormitorio del internado. Los alumnos hablaban libremente, y se divertían entre ellos. Yo ahora no recuerdo qué le estaba contando a Vazkén, cuando noté su presencia. Se hizo un silencio de piedra. Automáticamente, como mordido por una víbora, me puse en pie, en tanto que Vazkén de espaldas a la puerta, no había notado la presencia del director y aguardaba la continuación de mis palabras.

- Vazkén, ven aquí,- bramó el director, con el rostro transfigurado de ira- ¿Quién entró aquí?

- No lo sé, titubeando respondió el niño, completamente sorprendido y muy confundido.

- Cómo que no sabes? Dijo el supervisor y furiosamente se abalanzó sobre él.

Los golpes llovían sin piedad, rápido, muy rápido, fuerte, hasta que el aliento del supervisor comenzó a faltarle. Comenzó a respirar pesadamente, y como serpiente negra silbando, con el corazón negro, salió del dormitorio.

Al principio muchos no comprendimos la verdadera causa de la paliza, pero pronto nos dimos cuenta, que el pobre niño no se percató del ingreso del director al dormitorio y no se puso de pie. Supongamos un instante que Vazkén había notado su presencia y había faltado en demostrarle respeto, ¿acaso éste era un pecado tal, que mereciera un castigo tan inhumano?
Vazkén no profirió palabra; entró en la cama y se llevó las sábanas a la cabeza. Durante largo tiempo escuché sus gemidos, mientras afuera hacía frío y la noche estaba oscura.

Esa noche también yo, lloré. Lloré de impotencia, porque no pude hacer algo, no pude sujetar la mano cruel del director, cruel e impía como su negro corazón.

No sé por qué un impulso interior me obligó a escribir acerca de este suceso triste. Tal vez por el motivo de que ahora, al ser maestro yo también, a menudo siento la necesidad de aprender de ese hecho; siempre lo tengo ante mis ojos, para eludir siquiera un mínimo de presión o agravio hacia los niños y adolescentes que están bajo mi responsabilidad. Para ser justos, yo los quiero a ellos y creo que ellos también me quieren, con el cariño puro y sincero de los niños.

Amar y ser amado por los niños, he aquí uno de los mayores placeres de la vida humana, que con indescriptible felicidad le da sentido a nuestras vidas.

Y confiar la educación o la enseñanza de los niños a personas que están desprovistas de la vocación docente, cuyo carácter es cruel y sarcástico, en verdad que es inaceptable y destructivo. De éstos era nuestro director del internado, a quien muchos, muchísimos de los niños no lograron querer.

                                                                                                       Montevideo, Uruguay

 

Traducción: Alis Atamian

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