Armenios en Buenos Aires (I parte)

"El usufructo" de Roberto N. Kechichian

01 de agosto de 2015

usufructo-firmaEspecial para Diario Armenia.- Era sobreviviente del genocidio llevado a cabo por el Gobierno de Turquía entre 1915 y 1923, que causó la muerte de más de un millón y medio de armenios. Después de vivir en Siria como refugiado, el padre de Nubar decidió emigrar. Al año del fallecimiento de la esposa dejó Kessab con su familia -un varón y dos hijas- y se embarcó hacia la Argentina.

Llegados al País iniciada la primera presidencia de Perón, alquiló una casa en Parque Patricios; amplia y conocida en la cuadra por la santarrita que volcaba una catarata de flores violetas sobre la vereda.

Quedaba atrás el oficio de joyero que Nubar aprendiera en el taller de un armenio vecino de la familia y los elogios de joyerías lujosas de Damasco por sus diseños originales. Ahora, en un país al que había llegado recientemente, debía ganarse la vida y ayudar a la familia. Se empleó con los hermanos Ketchian, primos lejanos de la madre, fabricantes de blanco y mantelería.

Sara, la mayor de las mujeres y futura progenitora de Alberto y Adriana, como alumna de monjas francesas había merecido medallas “al mérito” por sus notas en idioma extranjero. Cuando su castellano fue satisfactorio se dedicó a dar clases de francés.

Casado con Celine abandonó la idea de establecerse como joyero. Pasados los cuarenta renunció al empleo y abrió un local de venta de zapatillas en Caballito, próximo a la Escuela de Cadetes de la Policía Federal. Superadas las dificultades iniciales, el negocio “prendió” en el barrio. Al año siguiente, por iniciativa de la esposa agregó el rubro de ropa deportiva y contrató una empleada.

Los cadetes concurrían a comprar zapatillas de gimnasia y prendas del equipo reglamentario. Serafina -una riojana conversadora y fácil para la risa- aceptaba de buen grado las bromas de los futuros oficiales y se sonrojaba cuando imitando a la Merello alababan “sus primores que producen sensación”. Se alegraba de sus logros y era el paño de lágrimas de los sancionados con privación de franco.

Aspirante de segundo año -Barsumian, de apellido- se ganó desde el primer día la simpatía del matrimonio; Celine se enteró indignada de la discusión que había tenido con un oficial instructor que le decía “turquito”. Nacido en Berisso, cuando fallecieron los padres fue a vivir a Barracas, con la hermana de la madre. Mampré -hijo de la tía-, graduado de contador público se había incorporado a la Gendarmería Nacional como Oficial de Intendencia. Pensando en el futuro del primo, lo apoyó para que ingresara a la carrera de oficial de la Policía Federal.

Los esposos no tuvieron descendencia; el entusiasmo inicial por adoptar se diluyó debido a los consejos -mezcla de egoísmo e ignorancia- de parientes prejuiciosos. La inclinación artística evidenciada desde niña, llevó a Celine a estudiar canto lírico. Participaba en el coro de la Iglesia y las veladas de la Asociación Armenia contaban con su intervención. Por su parte, Nubar integró durante años la comisión de deportes de la institución.

Dedicados a atender el negocio y afianzados económicamente, disfrutaron de viajes a diferentes destinos turísticos del País. El último otoño habían elegido las provincias norteñas; fotógrafo aficionado, Nubar y su “Voigtlander” no cesaron de registrar los paisajes únicos de Salta y Jujuy, provincias cuyos encantos naturales los deslumbraron.

El amor que los unía era la riqueza que más apreciaban. Inmunes a la ostentación, sus días parecían una glosa de la “aurea mediocritas” celebrada por las odas del poeta Horacio.

Los síntomas de la enfermedad de la esposa levantaron un huracán de perplejidades; “Por qué la felicidad amaga abandonarnos”, fue la pregunta acuciante de cada día. La inquietud por su estado alcanzó también a los muchos que la querían. Anne-Marie -hermana menor de Nubar- insistía en la consulta a su médico. De familia armenia, el doctor Melik, director de la Obra Social del Ministerio de Justicia, era un cardiólogo renombrado.

El progreso de la dolencia la obligó al reposo estricto. Los esfuerzos de la ciencia resultaron infructuosos; Nubar perdió a la esposa a los pocos meses de haberse declarado el mal. Familiares y conocidos compartieron su dolor; de modo especial la lloró la ahijada querida con locura. “Rosita” siempre recordaría el vestido que le cosió para la fiesta de quince.
Golpeado por la soledad, un vecino del piso le comentó a Sara que “estaba perdido y sin saber para dónde agarrar”. Su apatía creciente repercutía en la marcha del negocio. Ante la baja de las ventas, Serafina, se esforzaba para no mostrar pesimismo e instaba a Nubar a modernizar el local, a traer mercadería “de onda” para hacer más caja.

Desafortunadamente, las cosas se complicaron más cuando la chica que cumplía jornada reducida inició una demanda laboral.

Perdido el juicio, ante la imposibilidad de afrontar el pago que ordenaba la sentencia, le embargaron el departamento de José María Moreno. Nubar no entendía las medidas judiciales y menos el por qué de la suma desmesurada que debía abonar a la demandante. Su indignación crecía al recordar que le había pedido trabajo para “poder pagar la pensión”.

La inminencia del remate judicial movilizó a las hermanas; Sara, Anne-Marie y sus hijos, se reunieron una noche en el departamento de Nubar para buscar una solución económica al problema. Luego del intercambio de opiniones, Edgardo y Rosa dijeron estar en situación de aportar el dinero para frenar la subasta. Hermanas y sobrinos coincidieron: la solución ofrecida era conveniente y justos cada uno de sus términos. Nubar dejó de acariciar el “komboloi”. Se incorporó levemente en la poltrona y luego de reconocer que las cosas se le habían ido de las manos, aceptó el ofrecimiento.

La escritura pública instrumentó lo acordado. Edgardo y Rosa asumieron la deuda del juicio y además, se obligaron a abonarle de por vida al tío un porcentaje calculado sobre el monto de la jubilación que percibía del Estado. En compensación, les transfirió la propiedad del departamento, reservándose el usufructo vitalicio. Ambos sobrinos acababan de dar fuerza legal a su compromiso y… de incrementar el patrimonio con un inmueble que el tiempo se encargaría de valorizar.

El movimiento del negocio ya no era el de antes y Nubar carecía de ánimo para revertir el giro declinante. Sentarse en la trastienda para leer un viejo ejemplar de “Selecciones” o acomodar por enésima vez la mercadería en los estantes parecían trucos del subconsciente para que el día no le resultara demasiado aburrido.

Las ventas seguían bajando. Analizada la situación, Alberto-contador público y el más interiorizado de sus problemas- percibió con claridad que la magnitud del déficit hacía irrecuperable la actividad. Su consejo inspirado más que todo en el afecto, de vender el fondo de comercio era la solución menos costosa. Fue arduo convencer a Nubar de la necesidad de un cambio no imaginado y menos, buscado; cambio que además, sería beneficioso para su salud.

El proveedor de ropa de gimnasia ofreció el mejor precio por el fondo de comercio. Convenida la transferencia sin personal, Nubar tuvo el dolor de despedir a Serafina, la fiel colaboradora. La idea de vivir más tranquilo, sin deudas ni obligaciones comerciales mitigaba en parte el sabor amargo por un final que hería su amor propio.

Sus días transcurrían en casa, siempre con la “robe de chambre” de puños gastados que sólo se sacaba al acostarse. Los vecinos del piso lo acompañaban al supermercado de la vuelta y los domingos el diariero le traía “La Nación”.

Lo alegraba la visita de Anne-Marie, particularmente cuando llegaba con la bandeja de “shamalí” (1), elaborado como en Kessab. Los fines de semana era el turno de un antiguo compañero del trabajo; luego de las partidas de “tavlí” (2) estiraban la tarde con tragos de “raki” (3). Si andaba por el barrio, Adriana subía a preparar el café que compartían mientras él recordaba historias familiares.

Antes de fallecer, Sara había pedido a los hijos que cuidaran mucho al tío, “el único varón de mi familia”.

La jubilación, el producido por la venta del negocio y el aporte mensual de Edgardo y Rosa, alcanzaban a cubrir los gastos. Como su administrador, Alberto se encargaba de las expensas y de la cuota de la prepaga.

Profesional responsable, al advertir el desfasaje entre entradas y gastos se comunicó con los primos. Reunidos por el tema en una confitería de Rivadavia y Medrano, luego de resumir el estado de las cuentas planteó la necesidad de aumentar el aporte mensual al que el tío tenía derecho. En los días siguientes reiteró la urgencia de una respuesta para poder equilibrar los números del mes. Molestos por los llamados telefónicos, Edgardo y Rosa no aceptaron incremento algunos basados en “todo lo que desde un comienzo hicimos por el tío”.

En opinión de Adriana, el esposo de Rosa no era ajeno a su nueva demostración de insensibilidad.

La familia estaba atenta a los controles médicos periódicos y si había gastos médicos extraordinarios no faltaban quienes se hacían cargo. La enfermedad que sufría desde años no alentaba esperanzas de evolución favorable.

En el curso de un llamado, Adriana alcanzó a escuchar el deseo del esposo de Rosa; ubicado cerca del aparato, sus palabras se colaron en la conversación telefónica: “¡Cuándo se va a morir ese viejo!”. Eran la confesión de su urgencia para que la ley inexorable que rige a los mortales hiciera cuanto antes su tarea.

No había dudas: el matrimonio “palpitaba” el momento de disponer del inmueble del que eran propietarios. Una tarde, antes de ir a casa Adriana pasó por lo del tío; en el living contagiado de pesadumbre descansaba con el diario doblado sobre las rodillas. Al verlo abatido, antes de la llegada de Rosa intentó entrar discretamente en sus pensamientos.

No abundó en palabras pero, sus frases reticentes sirvieron para que dimensionara la tristeza y el pesar por la indiferencia de algunos de los sobrinos.

Rosa llegó con atraso; tampoco sabía por qué quería hablarles. Sentadas frente a él, hurgó bajo el almohadón del sofá y le pidió a Adriana que leyera la hoja de anotador. En escasos renglones, con faltas de ortografía y flojo en derecho civil, el testamento expresaba su voluntad de dejar a la Iglesia Armenia las pertenencias que a su muerte se encontraran en el departamento. No se incluía el cuadro “Monte Ararat” (foto), copia del óleo original del pintor Kostantinovich Ayvazian(4), que destinaba al “querido sobrino Alberto”.

Esa misma noche, Adriana le hizo saber al hermano lo del testamento y que el tío le dejaba el cuadro que hacía años pintara una amiga de la tía Celine.

Las relaciones de los primos seguían tensas. Fallecido Nubar, sobreponiéndose a la angustia de tener que ocuparse del destino final de sus restos, al informarles del sepelio Alberto tocó el tema del pago a la funeraria. La conversación con Edgardo derivó en discusión y culminó con la acritud esperable. Nuevamente se hicieron cargo otros familiares.

Concluido el entierro hubo miradas torvas ante el portón del cementerio y parientes que se alejaron sin saludarse. Transcurrieron semanas. En su departamento del tercer piso, de pie frente a la ventana, Alberto observaba en la mañana lluviosa a los transeúntes que caminaban presurosos arrimados a la línea de edificación. Adriana había quedado en dar una vuelta.

La hermana bajó uno de los portarretratos del modular; en la foto se veía a la tía Celine en una bodega de Cafayate; después se la pediría de recuerdo. No se lo iba a comentar pero, le pareció una falta de respeto que el cuadro de Ayvazian (foto) envuelto en papel de diario estuviera apoyado en el piso.

Esperó a que se apayvazovskiartara de la ventana para contarle que en José María Moreno habían colocado el cartel de venta y que en la Iglesia Armenia ni siquiera tenían noticias del testamento.

Al despedirse, le recordó de enviar los datos biográficos de Nubar al “Boletín” de la Asociación Armenia.

Pronto sabrían por terceros de las discusiones de Edgardo y Rosa sobre el destino del departamento. Ella y el esposo querían modernizarlo y encarar tareas de pintura a fin de obtener un precio superior al de la tasación. Contrariamente, Edgardo exigía que se vendiera porque necesitaba contar urgentemente con el dinero. Molesto por las excusas y dilaciones de la hermana, le dijo que consultaría a un abogado amigo. Para evitar que las cosas se complicaran, Rosa propuso entonces que su hija mayor próxima a casarse, ocupara el inmueble por algunos meses mediante un pago a convenir; luego de ese lapso, se vendería de inmediato, prometió.

Divorciado hacía tiempo, Edgardo convivía con una viuda, antigua compañera del secundario. Habiendo abonado en su totalidad el “tour Europa y crucero por las Islas Griegas” de varias semanas de duración, antes de la fecha del viaje quería que todo lo relativo a la división del condominio estuviera totalmente solucionado.

El “Boletín de la Asociación Armenia” le dedicó media página al tío; también mencionaba a la tía Celine, “esposa ejemplar y colaboradora incansable de la institución”. Alberto guardó el ejemplar en una caja con recuerdos familiares.

Pocos días después lo sorprendió el llamado de una socia que había colaborado con la tía en festivales de la Asociación. Sin identificarse, sólo deseaba saber por qué el “Boletín”, al referirse a la enfermedad de Nubar aludía a sus “padecimientos morales soportados con admirable entereza”.

 Dr. Roberto Kechichian

 

(1) Postre elaborado con sémola, manteca, yogur, nueces y otros ingredientes.

(2) Juego de mesa tradicional en países de Oriente Medio, más conocido en Occidente como “backgammon”.

(3) Licor anisado de graduación alcohólica elevada.

(4) El original pertenece al patrimonio del convento de los PP. Mekhitaristas de San Lázaro, Venecia. La fama del artista ruso-armenio Iván Kostantinovich Ayvazian (Ayvazovski), 1817-1900, se debe principalmente a sus “marinas”, pinturas de hechos naturales o históricos que tienen el mar como escenario.

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