Inmerecidas tribulaciones

10 de agosto de 2016

Taxi erevanSobran los ejemplos, los armenios tenemos mucho de solidarios, o al menos eso pensaba hasta hace algunos años. Desde hace tiempo ya que algunas de nuestras tradicionales características han ido mutando de modo tal que en algunas situaciones ya no nos reconocemos.

Y no me refiero exclusivamente a la Diáspora, donde el avance generacional naturalmente implica la aplicación de otras usanzas, menos desprendidas y tal vez más cercanas al crudo realismo.

Desde que nuestro pueblo fuera azotado por el genocida turco que nos desmembró y obligó a esparcirnos por mundo, sobran las historias de corazones solidarios que salvaron vidas rescatando huérfanos, ayudando a los refugiados, recibiendo a familias destrozadas y procurándoles trabajo y sustento. La Segunda Guerra Mundial, el pogromo de Estambul, los tristes acontecimientos en Europa del Este, más tarde el terremoto del norte armenio, apenas después la guerra  de liberación de Artsaj y todo su correlato.

En todos y cada uno de los acontecimientos enumerados, los armenios de la Diáspora pusieron lo mejor de sí para asistir moral y materialmente a sus hermanos necesitados siendo el reservorio de una Nación que pugnaba por su libertad.

Pero un día todo cambió. El Medio Oriente, hogar de cientos de miles de armenios, descendientes de los sobrevivientes del genocidio, entró en una crisis que parece no tener fin. Una a una se fueron vaciando las comunidades armenias de Irak, Líbano y Siria en orden cronológico y en menor medida las de Irán, Egipto, Israel y Jordania.

Aquí, también la Diáspora tuvo un papel preponderante en la recepción y acogida de las miles de familias que tuvieron que emigrar debido a las interminables crisis económicas y principalmente las distintas guerras.

Durante los últimos tres años la situación de los armenios de Siria se volvió insostenible, primero la violenta aparición de las fuerzas armadas opositoras al régimen gobernante e inmediatamente después la irrupción de las huestes del ISIS, motivaron la urgente necesidad de buscar cobijo en otras tierras.

La incesante guerra civil hizo mella en todos los armenios destrozando su patrimonio e impidiéndoles tomar la ruta a Europa, Canadá, Australia o Estados Unidos. La opción restante se mostraba prometedora, la Madre Patria estaba muy cerca y en apariencia esperaba a sus hijos para devolverles su lugar en la tierra de sus mayores.

Pero algo falló. Armenia recibió en primera instancia a miles de familias procedentes de las ciudades sirias más afectadas por los ataques terroristas. Su gobierno anunció entonces la creación de algunos programas de asistencia para facilitar la radicación de aquellos que soñaban rehacer sus vidas en Armenia.

De todas maneras, veces es necesario estrellarse con la dura realidad para comprender que nada es lo que parece. En apenas unos días conocí en Armenia la historia de dos repatriados, los llamo así para evadir la mención de la triste palabra refugiados.

Uno de ellos, Garbis, vino con un pequeño capital producto de malvender los pocos bienes que pudo salvar de la guerra. El otro, Ará, también llegó con lo suficiente para intentar un emprendimiento económico similar al que llevaba adelante en Alepo. Pero a los dos les fue muy mal.

Tanto uno como el otro coinciden en que no sólo el gobierno fracasó en acompañarlos, facilitando medios para eludir la burocracia rayana en lo delictivo, sino que también los propios individuos que dominan las actividades en las que intentaron reiniciar una labor productiva, los arrinconaron y exigieron obscenas comisiones y cargos por una supuesta “protección” con métodos propios de corruptos y mafiosos que flaco favor le hacen a nuestro pueblo.

Ará maneja un taxi, pero se niega a ser parte de una cofradía de desleales y aprovechadores choferes. Garbis, es en cambio, ocasional conductor de un vehículo de reparto. Ambos apenas sobreviven soñando la llegada del día en que puedan regresar a su tierra, porque para ellos Siria con todos sus peligros y defectos, es más promisoria que el suelo que pensaban era propio.

Jorge Rubén Kazandjian

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