La literatura como aliada

Orhan Pamuk, el fuego amigo

11 de febrero de 2020

Saber que contamos con el apoyo de los intelectuales turcos en lo que refiere al reconocimiento del genocidio no es un detalle menor. Pamuk, que recientemente firmó una solicitada junto a otros escritores pidiéndole a Trump la anulación de exigencias a inmigrantes en su país, es un hombre solidario, un humanista.

El famoso escritor, ganador del Premio Nobel de literatura, Orhan Pamuk, llegó hace poco a la Feria Internacional del Libro de Sarja, uno de los siete Emiratos Árabes Unidos, y expresó su descontento con la política de Erdogan, hablando también por el reconocimiento del Genocidio Armenio. Las opiniones políticas de Pamuk nunca fueron ignoradas ya que se expresa muy habitualmente al respecto; y la persecución que sufrió de parte sus compatriotas, los nacionalistas turcos, cuando dijo en una entrevista que treinta mil kurdos y un millón de armenios fueron asesinados en Turquía. El escritor no se considera un hombre valiente, sino que simplemente expresa lo que piensa.

“Vivo en esa parte del mundo donde muchos escritores están encarcelados por sus creencias. Así que soy un escritor feliz y decir la verdad es todo lo que puedo hacer”, dijo.

Frente a estas palabras en pleno discurso en la Feria del Libro, el público estalló en aplausos. Turquía, además de rechazar las acusaciones de exterminio en masa de más de un millón y medio de armenios durante la Primera Guerra Mundial, es extremadamente sensible a las críticas de Occidente sobre el tema del genocidio armenio.

Nacido en 1952 en la ciudad de Estambul, ha escrito un puñado de novelas extraordinarias como Una sensación extraña o El museo de la inocencia (ambas en español por Literatura Random House). En Una sensación… cuenta con emoción y destacada inteligencia la vida de un hombre humilde que vende yogur por las calles de Estambul. Esto solo ya sostiene la familiaridad, la intimidad con la que tratamos en nuestras vidas como armenios.

Escritor y periodista turco, Orhan Pamuk inició estudios de arquitectura, que tres años después abandonó, para graduarse en la carrera de periodismo en la Universidad de Estambul. Entre 1985 y 1988 residió en Nueva York dando clases en la Universidad de Columbia, para luego regresar a Turquía. Y fue justamente a Nueva York donde tuvo que volver tras la condena de la justicia turca cuando se refirió al genocidio cometido por su pueblo contra los armenios.

Recuerdo haber leído su Estambul – Ciudad y recuerdos en Barcelona. Personalmente, uno de los libros que más me ha llegado al corazón. Por un lado sentía que era Borges escribiendo sobre Buenos Aires -no es una comparativa literaria ni estilística, solo por la temática: el autor hablando de su lugar de nacimiento y crianza-. Por otro, desde que vivía en España (por opción, porque se me antojó) no dejaba de pensar un solo día en mis abuelos que habían sido forzados a dejar su tierra, no como yo. Pero los abuelos… Los cuatro estaban en mi pensamiento. Y mientras leía Estambul no podía dejar de pensar en Pamuk. Un año antes de la publicación en español de este libro había sido procesado por cometer perjuicio sobre el Estado turco a partir de instar a su parlamento que se pronuncie sobre el genocidio de los armenios. Leer sus descripciones sobre tan hermosa ciudad, un niño de clase media alta como resulta ser, un casi arquitecto que supo describir el Bósforo como una corriente que todo lo lleva y casi nada trae de vuelta…. Ese Pamuk ya no podía habitar su tierra: estaba amenazado de muerte por integristas nacionalistas islámicos y se exilió. A los dos años fue sobreseído.

El compromiso social y su militancia política se puede leer en toda su obra pero es parte de una corriente literaria turca que sobre todo se ha acentuado en las últimas décadas frente a las injusticias sociales que padece el país.

Dice en Estambul: “Desde el día en que nací, nunca he dejado las casas, las calles y los barrios en que he vivido. Sé que el hecho de que cincuenta años después siga viviendo en el edificio Pamuk (a pesar de haber residido entretanto en otros lugares de Estambul), el mismo lugar en que mi madre me cogió en brazos y me mostró el mundo por primera vez y donde me hicieron las primeras fotos, tiene que ver con la idea del otro Orhan en otra parte de Estambul, con ese consuelo. Y también percibo que mi historia es la que me hace especial, y, por lo tanto, también a Estambul: el haber permanecido cincuenta años en el mismo lugar, incluso en la misma casa, en una época condicionada por la multitud de emigraciones y por la creatividad de los emigrantes. ‘Sal un poco a la calle, ve a otro sitio, viaja’, me decía siempre mi madre, abatida”.

Sus libros han sido objeto de numerosas traducciones y publicaciones en más de un centenar de países. Ha obtenido numerosos premios, además del Nobel de Literatura del año 2006 en reconocimiento a su trayectoria literaria y su compromiso con los derechos humanos.

Un año atrás moría nuestro querido y talentoso Ara Güler, el fotógrafo armenio que nos enseñó Estambul. Pamuk lo reivindicó: “Ara Guler, fallecido el 17 de octubre, fue el fotógrafo más importante de la Estambul moderna. Nació en 1928 en el seno de una familia armenia residente en esta ciudad turca. Empezó a hacer fotografías de la ciudad en 1950, unas imágenes que captaban la vida de las personas junto con la monumental arquitectura otomana, sus majestuosas mezquitas y sus magníficas fuentes. Yo nací dos años después, en 1952, y viví en los mismos barrios que él. La Estambul de Ara Guler es mi Estambul. Conocí a Ara en la década de 1960, cuando vi sus fotografías en Hayat, una revista semanal de noticias serias y del corazón, con un fuerte hincapié en la fotografía. Uno de mis tíos la dirigía. Ara publicaba retratos de escritores y celebridades como Picasso o Dalí y de turcos famosos de la generación anterior, como Tanpinar. Cuando me fotografió por primera vez, tras el éxito de El libro negro, caí felizmente en la cuenta de que había triunfado como escritor. Ara fotografió devotamente Estambul durante más de medio siglo, hasta entrada la década de 2000. Yo estudiaba con avidez sus fotografías, para ver en ellas el desarrollo y la transformación de la ciudad. Nuestra amistad comenzó en 2003, cuando yo consultaba su archivo de 900.000 fotografías como parte de la investigación para escribir Estambul. Había convertido la gran vivienda de tres pisos heredada de su padre, un farmacéutico del barrio de Galatasaray, en el distrito de Beyoglu, en su taller, despacho y archivo”. Sigue el turco sobre el armenio: “En los primeros tiempos de nuestra amistad, nunca hablábamos de su procedencia armenia y de la historia suprimida y dolorosa de la destrucción de los armenios otomanos, un tema que sigue siendo un verdadero tabú en Turquía. Intuía que sería difícil hablar de este hecho desgarrador con él, que provocaría tirantez en nuestra relación. Él sabía que hablar de esa cuestión le dificultaría la supervivencia en Turquía”.

Dirá más adelante: “Pero seguíamos sin tocar el tema de la destrucción de los armenios otomanos, de los abuelos y las abuelas de Ara. En 2005, me quejé en una entrevista de que en Turquía no había libertad de pensamiento, y de que todavía no podíamos hablar de las cosas terribles que se les hicieron a los armenios hacía 90 años. La prensa nacionalista exageró mis comentarios. En Estambul me procesaron por denigrar la identidad turca, una acusación que podía desembocar en una sentencia de tres años de cárcel. Dos años después, mi amigo el periodista armenio Hrant Dink fue asesinado en Estambul, en plena calle, por usar las palabras genocidio armenio. Algunos periódicos empezaron a insinuar que yo podría ser el siguiente. Debido a las amenazas de muerte que recibía, las acusaciones presentadas contra mí y la campaña maligna de la prensa nacionalista, empecé a pasar más tiempo en el extranjero, en Nueva York. Regresaba a mi despacho de Estambul durante unos días, sin decirle a nadie que estaba allí. Durante una de esas breves visitas, en los días más oscuros después del asesinato de Hrant Dink, entré en mi despacho y el teléfono empezó a sonar inmediatamente. En aquella época nunca contestaba el teléfono. Dejaba de sonar un rato, pero enseguida volvía a empezar, una y otra vez. Intranquilo, acabé contestando. De inmediato, reconocí la voz de Ara: ’¡Ah! Has vuelto. Me paso ahora mismo’, dijo, y colgó sin esperar respuesta. Quince minutos después Ara entró en mi despacho. Estaba sin aliento y maldiciendo contra todo y contra todos, a su manera tan característica. Después me abrazó con su enorme cuerpo y se echó a llorar. Quienes conocían a Ara, y lo mucho que le gustaba maldecir y las groseras expresiones masculinas, entenderán mi asombro al verlo sollozar así. Siguió renegando y diciéndome: ‘¡Esa gente no puede tocarte!’. Sus lágrimas no paraban de caer. Cuanto más lloraba él, más me embargaba una extraña sensación de culpa, y me sentí paralizado. Tras llorar un buen rato, Ara finalmente se calmó, y enseguida, como si este hubiera sido todo el propósito de su visita, se bebió un vaso de agua y se fue”.

Esta personalísima intervención de Pamuk sobre Güler puede leerse como esa hermandad pretendida por el autor entre turcos y armenios. “Al cabo de algún tiempo volvimos a vernos, continúa Pamuk, yo retomé mi discreto trabajo en sus archivos como si nada hubiera ocurrido. Ya no sentía la necesidad de preguntarle por sus abuelos y abuelas. El gran fotógrafo ya me lo había dicho todo con su llanto. Ara había esperado una democracia en la que las personas pudieran hablar con libertad sobre sus ancestros asesinados, o al menos llorar libremente por ellos. Turquía nunca se ha convertido en esa democracia. La prosperidad de los últimos 15 años, un periodo de crecimiento económico construido gracias a los préstamos, no se ha utilizado para ampliar el alcance de la democracia sino para restringir aún más la libertad de pensamiento. Y después de todo este crecimiento y toda esta construcción, la vieja Estambul de Ara Guler se ha convertido —por usar el título de uno de sus libros— en una ‘Estambul perdida’”.

Hombres como Pamuk que construyen puentes en lugar de muros. Esos son los necesarios.

Sus obras
De entre sus libros habría que destacar títulos como Me llamo Rojo, El castillo blanco, La casa del silencio o El museo de la inocencia.

Lala Toutonian
Periodista
latoutonian@gmail.com

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