Somos nuestra propia cruz

25 de mayo de 2025

Hagan de la Armenia unida el ideal de sus vidas”
Su Santidad Vazkén I a su llegada a Argentina
(30/04/1984)

Algo de historia
Qué es la iglesia armenia sino un refugio, un amparo metafórico y literal, una especie de cápsula donde se conserva lo que se perdió. O quizá hoy se debería reformular la retórica: ¿Qué fue?

La Iglesia Santa Cruz de Varak, por ejemplo, fundada en 1928 por los mismos armenios que escaparon del genocidio, fue la primera de Buenos Aires y la segunda en Argentina, después de la de Córdoba. En el corazón del Bajo Flores, allí donde la ciudad se deshilacha entre pasajes polvorientos y árboles obstinados, se alza una iglesia que parece salida de otro tiempo, otro mundo y su presencia en esta cuadra de Buenos Aires no es solo un testimonio de fe sino un susurro persistente de la memoria.

Construida por manos que escaparon del horror, esa gente que cruzó océanos con el dolor tatuado en los huesos, erigieron la iglesia con lo que había: madera de un aserradero del Tigre, ladrillos contra el barro y la marea, esperanza en forma de campanario. En esos años, el barrio aún era casi campo pero esa cruz sobre el techo -una cruz que evocaba al monte Varak en la Armenia ancestral- anunciaba algo más que una ceremonia religiosa: anunciaba un lugar donde vivir podía volver a significar algo.

Santa Cruz de Varak: el nombre parece una oración vieja, algo que se repite con la fe de quien no olvida. Dice Varak y es imposible no pensar en ese monte áspero y silencioso al sur del lago Van, en una Armenia antigua, ya deshecha por las cronologías y las fronteras. Allí, donde habían llegado ellas, un grupo de mujeres en fuga dirigidas por una figura que el tiempo elevó al panteón de las mártires: Hripsimé. Venían escapando del mundo como si el mundo fuera una jauría y traían en el cuerpo el cansancio de las perseguidas, en la garganta la oración de las que ya no esperan milagros. Ella, Hripsimé, llevaba al cuello una cruz de madera, una cruz común, sin oro ni ornamento, que escondió en la piedra del monte Varak como quien entierra un secreto, una semilla, una certeza.

Habían huido de Roma, del paganismo brutal, de la lógica de un rey que quiso convertirla en esposa a fuerza de decreto y deseo. Pero Hripsimé dijo no. Un no firme, seco. Y en ese gesto que pareció minúsculo firmó su destino. Drtad III, el rey, se sintió humillado y cuando la humillación se viste de poder, sabemos, se vuelve cuchillo y Hripsimé fue asesinada. El año era 301 aunque eso poco importa. En ese momento, Armenia era un territorio ensangrentado, pero también y sobre todo era un territorio de fe subterránea.

Años más tarde, en el mismo monte donde aquella cruz quedó dormida bajo las piedras, alguien alzó un monasterio, el de la Santa Cruz. Un lugar para nombrarla, recordarla. Para que su nombre Hripsimé no se disolviera en el barro de la historia.

Ese eco, esa cruz escondida, viajó siglos. Y un día, en un rincón polvoriento del Bajo Flores, encontró otra tierra donde volver a levantarse. Con otro cielo, otros ritos, otra lengua pero el mismo temblor. Ahí, entre eucaliptos y antenas, la Santa Cruz de Varak resistió el paso del tiempo como quien abraza a sus muertos sin soltarlos del todo. En sus paredes resuena aún el eco del idioma armenio con su cadencia antigua que parece tejer alfombras al hablar. Cada domingo, entre velas y bordados, nuestras abuelas con pañuelos de encajes oscuros y las infancias que aprenden sobre la cultura armenia (la lengua ya la arrastraban desde casa) en las aulas del colegio Arzruní, entran en comunión con una historia que no está en los manuales sino en las fotos sepia, en los platos de madagh y en las letanías de los cantos litúrgicos.

Afuera, la ciudad crece indiferente, ruidosa. Pero adentro, bajo las bóvedas humildes de esta iglesia declarada en 2015 Sitio de Interés Cultural, se conserva algo sagrado: no sólo la fe sino la obstinación de la memoria. La iglesia está ahí, en un rincón callado del Bajo Flores, como un secreto a medias, como esas casas que uno ve de reojo y no sabe si están abandonadas o habitadas por algo más antiguo que la ciudad. Se llama Santa Cruz de Varak y el nombre parece arrancado de un libro sagrado que nadie leyó completo. Adentro, huele a cera quemada, a madera asentada, a incienso: las paredes están cargadas de íconos, de retratos, de esa tristeza espesa que arrastran los exilios.

Santa Cruz de Varak no es solo una iglesia.

Ninguna iglesia armenia en la diáspora lo es. Es algo más oscuro y más denso: es ese refugio que supo cobijar a quienes habían perdido todo menos la fe. Porque cuando arrasan un país, cuando lo que queda de la historia es polvo y osario, cualquier cosa puede ser un Estado: una ceremonia, un idioma que apenas se entiende. O una cruz de madera escondida en un monte lejano, como hizo Santa Hripsimé cuando escapaba de un rey que la quería como esposa y la terminó matando por decir que no.

En estas iglesias no se reza por devoción, se reza por resistencia.

Cada misa es una barricada. Cada pan bendecido es un gesto político. Porque no hay gobierno ni ejército que proteja a los que llegaron con lo puesto, a los que nacieron en países que no los nombran. Entonces la iglesia hace el trabajo sucio de la patria: cuida los archivos, enseña las letras imposibles del alfabeto, bautiza con nombres que los censistas no saben escribir, y guarda como una reliquia enferma, la memoria de un monte, de una masacre, de una abuela que nunca habló del todo.

La iglesia armenia no promete el cielo, promete algo más concreto y más siniestro: que el olvido no va a ganar.

Que aunque el Estado se haya disuelto hace siglos, aunque la historia oficial pase de largo, ellos, los que están ahí, los que encienden velas, los que escriben los nombres con trazo firme, no se van a ir del todo. No sin dejar marcas. No sin dejar una iglesia donde alguien, alguna vez, pregunte qué significa Varak. Y alguien, desde el fondo, cuente la historia como quien desentierra un cadáver.

Algo de mi historia
Permítaseme, sí, la digresión. Porque estas cosas no se cuentan sin sangre. Porque cuando hablo de esta iglesia, la Santa Cruz de Varak, no hablo de una postal con cruces y vitrales. Hablo de mi gente. De mi historia. De mis muertos.

Mi abuelo materno, Vartevar Mahramatzian, había quedado viudo con seis hijas. Seis. Como un castigo bíblico. Y no tenía nada: ni plata, ni tiempo para llorar. Pero la iglesia -esta iglesia- lo agarró del brazo y le dio un lugar, un trabajo, una morada. Lo convirtió en momagal: el que cuida al Der Hair, el que prepara el vino, el que está siempre en la sombra del altar. A veces pienso que mi abuelo vivió más en esa sacristía oscura que en su propia casa. Mi madre y sus hermanas crecieron ahí. Quiero decir: no iban, vivían. Se sabían de memoria el olor del incienso, el sonido de las campanas, las grietas de cada baldosa. Dormían con las plegarias metidas en la cabeza como un murmullo que no se apaga ni en sueños.

Del otro lado, mi abuelo paterno, Garabed Toutonian -Barón Tutián- no fue de los que solamente pusieron plata y miraron de lejos. Él cargó maderas, mezcló cemento, clavó puntas. Fue de los que levantaron la primera iglesia con las manos, con el cuerpo. Esos templos no los hizo Dios, los hicieron hombres agotados que no tenían otra cosa más que el deseo de seguir siendo algo.

Los Toutonian vivían a la vuelta. En esa misma manzana, en una casa con fondo y árboles de granada y una medianera baja por donde se colaban las voces del patio de la escuela. Mamá, con el Mediterráneo pegado en la piel blanquísima de su Grecia natal, ayudaba a su padre con las tareas de la iglesia y cruzaba el patio una y otra vez. Papá, joven, guapo, serio la admiraba desde su jardín. Se casaron. Y acá estamos.

Y yo me acuerdo. Me acuerdo de los domingos en los que salía con el dede Garabed, bien temprano, cuando la ciudad todavía dormía. Íbamos a tocar las campanas. Ese sonido metálico y sagrado me atravesaba como si me nombrara. Después nos encontrábamos con mi abuela que venía caminando lento, agarrándose fuerte de la mano con mi hermana.

Entonces no me pidan distancia. Esta historia no la leí en un archivo,  la tengo en el cuerpo. Hablar de esta iglesia es hablar de mí. Y aunque no crea, aunque a veces reniegue, aunque me haya ido lejos, hay algo que no se rompe. Algo que suena, todavía, como esas campanas de domingo que llamaban a todos los que no querían olvidarse.

¡Ni el más acérrimo agnosticismo, mi única fe en la materia, logró separarme! Algo de lo que siempre me sentí muy contenida al hablarlo con srpa, mi querido Kissag Mouradian, quien escucha paciente mi perorata desde mis años adolescentes.

Algo de lo acontecido
Ya no están los abuelos ni nadie de mis mayores, claro. Mamá, la última en partir, lo hizo hace dos años. Y fue nuestra intención familiar recordarla en su iglesia (fue parte de HOM Ashjén) para el hokehankisd. Pero no fue fácil, al contrario, se pusieron todas las piedras que se pudieron. Hay misa, no hay misa, la iglesia estará abierta, la iglesia estará cerrada, vuelvan a llamar una semana antes, dos días antes, llamen a Arzruní, llamen a Centro Armenio, confirman, no confirman, no hay Der Hair, hay pero se fue de viaje, OK, sí, hacemos misa; no, no, mejor no; lo pueden hacer en quince días (como si mi madre hubiera elegido la fecha de su partida y sin respetar la institución nuestros tiempos). Y así, una serie de sensaciones encontradas donde el amor por nuestra iglesia se oponía a la frustración de no poder celebrar a nuestros muertos donde debe ser, el mismo lugar que fundaron.

No hay misas cada domingo en las iglesias de Flores, Valentín Alsina y Vicente López y consultamos a Srpazan Aren Shaheenian al respecto: “Se da misa domingo por medio, uno sí, otro no, porque ellos lo quieren así, la comisión. Porque faltan sacerdotes, también por el barrio, no puede juntar siempre gente. Pero la catedral, San Gregorio, está siempre llena”. La consulta es entonces qué hacen la iglesia y la comunidad para atraer a la gente otra vez a las otras iglesias, que no solo no se llenan como San Gregorio sino que permanecen cerradas. Sigue el arzobispo: “La gente está volviendo a la iglesia, yo lo noto. No solo yo, también las instituciones, la gente que me habla me dice que hay muchos que está volviendo a la iglesia. Gente joven, gente más grande. Yo estoy trabajando también con las escuelas, hablamos de la cultura, tradición, un poquito también sobre la religión, pero como las escuelas son más laicas, no podemos hacer algo religioso, hablamos de la cultura tradicional. Hago encuentros con los chicos de secundario, charla abierta, voy a Homenetmen, voy a jugar al fútbol con ellos... Los chicos preguntan lo que necesitan saber. Salimos fuera de la iglesia para ir a la escuela, no nos quedamos en la iglesia esperando a la gente”.

Sigue: “Hay algo muy importante que es la familia. La primera iglesia es la familia, la casa. Pero la realidad es que la iglesia tiene que adaptarse a lo que está sucediendo y buscar otros caminos. Muchas veces hemos planteado incluso si teníamos que cambiar el día para dar misa u otro horario. Es un ser vivo y hay que estar acompañándolo porque la pérdida de la fe se está dando en todo el mundo”.

La falta de sacerdotes en este momento puntual (mayo y junio 2025) resulta ser porque algunos han viajado a Etchmiadzín: “Están en Armenia en un curso de actualización muy intensivo. Cómo podemos cambiar los métodos de hacer una prédica, como si fuera una homenaje, cómo podemos hablar con los jóvenes, qué métodos tenemos que usar. Están en la Santa Sede por poco más de un mes y así aprender cómo podemos manejarnos en las comunidades. Para su vuelta seguramente vamos a ver un trabajo más amplio, más fuerte por mantener la comunidad, la iglesia más sólida, más al servicio del pueblo. Ese es nuestro objetivo: el servicio a la comunidad, mantener la identidad armenia, la identidad de la iglesia, la tradición, cultura armenia, y poder transmitirla”.

Triste, solitario y final
La iglesia fue siempre como un eje, una columna vertebral. La Iglesia Apostólica Armenia lleva en su estructura milenaria una forma de gobernarse que reemplazó al poder político ausente. Fue mediadora, educadora, garante de la memoria.

Y digo fue porque sospecho que ya no lo es.

Aducen que la pérdida de la fe puede ser el factor pero heme aquí escribiendo, con mi fe que no mora en lo invisible ni creo en paraísos o juicios eternos, reconozco en la Iglesia Armenia un pilar fundamental de identidad, resistencia y memoria para mi pueblo porque su rol trasciende lo espiritual, es un abrazo cultural e histórico que merece ser defendido. Hay en las piedras antiguas de estas iglesias donde late algo más que dogma: es una llama que no pide creer, sólo recordar.

Desde Etchmiadzin en Armenia hasta cada rincón de la diáspora, nuestra Iglesia como institución, supo tejer redes, sostener escuelas, conservar archivos, traducir la historia oral en documento y la nostalgia en celebración. Por eso, cuando un armenio de la diáspora entra a su iglesia -aunque no crea, como yo, que no comulgue- se conecta con una idea mayor: que existe todavía un "nosotros" que no fue disuelto por la distancia ni el tiempo. Y que ese “nosotros” sigue de pie. No por decreto estatal sino por la persistencia de una cultura que se niega a desaparecer.

La iglesia, entonces, no es solo el lugar donde se reza, es donde se dice: “Todavía estamos acá”. Así que sin ellas, sin sus liturgias, ya no estaremos más.

Habrá ganado el enemigo una vez más, ahora, uno de los nuestros.

Lala Toutonian
Periodista

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