El Canal de Panamá del Cáucaso

Ayer, muchas personas me escribieron para felicitarme o enviarme la nota en la que aparecían el primer ministro Pashinyan y los presidentes Aliyev y Trump, sonrientes, firmando un acuerdo de paz. La reacción general era de sorpresa cuando les respondía que no se trataba de una fecha de celebración para los armenios, sino, por el contrario, de otro día aciago que se suma a la ya extensa lista de efemérides trágicas en la historia de Armenia: el 24 de abril (Inicio del Genocidio), el 27 de septiembre (2a Guerra de Karabagh), o las fechas en que se firmaron los tratados de Alexandropol (1920) o Lausana (1923), todos ellos momentos que cercenaron nuestro territorio, nuestra soberanía y nuestro futuro.
Les explicaba que este tipo de acuerdos, más que garantizar una paz justa y duradera, suelen sellar realidades impuestas por la fuerza, dejando profundas heridas y desequilibrios que marcan a las generaciones futuras. Para ilustrarlo, hacía una comparación: es como cuando Estados Unidos decidió construir el Canal de Panamá. Aquella obra, celebrada internacionalmente como un triunfo del ingenio y la diplomacia, representó también para Colombia un episodio de pérdida de control y de imposición externa, y posteriormente para Panamá de soberanía limitada durante décadas.
De igual forma, detrás de las sonrisas y de la retórica conciliadora, este nuevo acuerdo no borra el trasfondo de presiones geopolíticas, concesiones forzadas y desequilibrios de poder que, lejos de cerrar heridas, pueden perpetuarlas. La historia nos recuerda que la firma de un documento no siempre significa justicia, y que la verdadera paz solo puede construirse sobre bases equitativas, con reconocimiento mutuo, memoria y respeto. Eso no sucedió ayer para Armenia.
Tuve la oportunidad de estar en Panamá el 31 de diciembre de 1999, fecha en la que este país recuperó plenamente su soberanía sobre el Canal. Aquella jornada se vivió como una auténtica fiesta nacional: en las calles resonaban las canciones del concierto de Rubén Blades, que la gente bailaba y coreaba con entusiasmo, y se respiraba un aire inconfundible de victoria y orgullo colectivo. La celebración no solo era por la firma de un tratado o por el traspaso administrativo de una infraestructura, sino por el cierre de un capítulo de control extranjero que había marcado profundamente la vida política, económica y simbólica del país.
Recorrer ese día la extensa área canalera, que hasta hacía muy poco era de acceso restringido para la población panameña, fue una experiencia reveladora. Se trataba de un espacio que, durante casi todo el siglo XX, había funcionado como una suerte de enclave colonial, reservado a los trabajadores estadounidenses del Canal y a sus familias, así como a las fuerzas de seguridad. Estos asentamientos, organizados con precisión y dotados de todos los servicios, eran célebres —y también notorios— por servir como centros de entrenamiento para grupos contrarrevolucionarios de toda la región latinoamericana: la famosa Escuela de las Americas.
La contradicción resultaba evidente: Estados Unidos, que se ha jactado históricamente de no ser un imperio colonial, mantenía en Panamá un territorio administrado bajo una lógica de segregación y control, donde la población local no tenía ni voz ni acceso. Aquella tarde de fin de siglo, con las banderas panameñas ondeando y la música sonando sin descanso, la reapropiación de ese espacio simbolizaba mucho más que un cambio de administración: era la afirmación de una dignidad recuperada y la materialización de un derecho largamente negado.
Todo lo contrario ocurrió ayer en Syunik, en el extremo sur de Armenia, donde se levantará ese peculiar "canal de comunicación" que los azerís, con evidente entusiasmo, han bautizado como el "corredor de Zanguezur". Se trata de una franja estratégica, a pocos kilómetros de Irán y en una zona que, para Rusia, no es simplemente un lugar en el mapa, sino parte de su "área vital" —con la misma carga simbólica y geopolítica que Ucrania. Y ahora, para darle un barniz cosmopolita y de marketing global, pretenden rebautizarlo como TRIPP (por sus siglas en inglés: Trump International Route for Peace and Prosperity), un nombre que suena más a un resort de lujo en Miami que a un proyecto que atraviesa una de las regiones más tensas del Cáucaso.
La administración de Donald lo presenta con cara de póker como un proyecto puramente comercial, sin implicaciones militares ni de seguridad. Claro, como si en la historia reciente hubiéramos visto corredores internacionales en zonas de conflicto que fueran exclusivamente para transportar mercancías y turistas sonrientes. No es -dicen- un Guantánamo, ni tampoco un Canal de Panamá, es algo nuevo, un invento salido de la caja de sorpresas de este candidato que, con un talento innegable para la autopromoción, ya se perfila como un grotesco aspirante al Premio Nobel de la Paz. En el manual de ironías geopolíticas, este episodio ocupará, sin duda, un capítulo especial.
Perdón, sólo puedo decir “maldito día”.
Carlos Antaramian
Antropólogo