Cuando Bel ganó

Dicen los antiguos relatos que en el alba de los tiempos, Haik, el arquero valeroso, se rebeló contra la tiranía de Bel, señor de Babilonia. En el mito, Haik vence, funda una nación, y siembra en sus descendientes la idea de libertad, orgullo y pertenencia. Armenia nace así, no solo como territorio, sino como espíritu.
Pero, ¿y si no?
¿Qué pasaría si, en aquella batalla lejana, Haik hubiera sido derrotado y Bel hubiera impuesto su ley?
Tal vez hoy veríamos una nación moldeada por la sumisión, gobernada desde afuera, donde la identidad no es raíz sino disfraz, y donde la memoria se negocia como moneda de cambio. Tal vez, lo que estamos presenciando hoy en Armenia no es una traición a Haik, sino simplemente el resultado inevitable de una historia que tomó otro rumbo.
En esta versión alternativa, Armenia no creció como la patria de un pueblo milenario defensor de su lengua, su fe, y su memoria. Creció como satélite. Como proyecto ajeno.
Y eso —nos duele admitirlo— se parece demasiado a la Armenia real de hoy.
Porque, ¿cómo llamar de otro modo a un país que se ve forzado a ceder ante las presiones de Turquía y Azerbaiyán? Que abandona Artsaj sin resistencia. Que baja la voz ante el negacionismo del Genocidio para congraciarse con potencias que miden la historia en barriles de petróleo y alianzas geopolíticas. Que permite que su política exterior sea redactada en embajadas extranjeras, mientras su alma se silencia en las calles de Ereván.
¿Y qué decir de aquellos que aún permanecen prisioneros en Bakú, sometidos a procesos ilegales y vitrinas de humillación? Hijos del mismo suelo, entregados por omisión o por cálculo. En la lógica de Bel, hasta los propios pueden volverse prescindibles. En la Armenia que olvida a Haik, incluso los suyos pueden ser abandonados.
Los herederos de Haik se están comportando como súbditos de Bel.
Hoy se disuelve el estado armenio no solo por fronteras vulneradas, sino por símbolos abandonados.
La Iglesia —alguna vez escudo del pueblo frente al olvido— es hoy no solo relegada, sino perseguida por el poder que gobierna.
El monte Ararat —símbolo sagrado de origen y destino— comienza a ser desdibujado del imaginario nacional por un oficialismo que prefiere paisajes que no molesten.
La lucha por el reconocimiento del Genocidio se vuelve un asunto "incómodo" en las relaciones exteriores.
La soberanía se achica hasta parecer una formalidad.
El pragmatismo se convierte en cinismo.
Y la independencia se reduce a bandera sin mástil.
Como si no bastara, el diálogo político interno es negado, burlado, clausurado. Quienes disienten no son oídos, sino señalados. No hay espacio para la crítica, solo para la obediencia. Bel ya no es una sombra del pasado: habita en la forma de una autoridad que no tolera oposición ni memoria.
Un autoritarismo sin nombre pero con consecuencias.
Y es entonces cuando la diáspora debe recordarse a sí misma como parte viva del cuerpo de la nación.
No basta con mirar desde lejos: es momento de fortalecerse, de recuperar músculo y voz.
La diáspora —que ha sido refugio, memoria, y testigo— hoy debe ser también sostén.
Portadora de valores que en el suelo patrio se tambalean, debe ayudar a disipar las dudas que la niebla del poder instala sobre lo que alguna vez fue claro.
Desde cada rincón donde palpita lo armenio, debe levantarse una voluntad firme: la de no permitir que el olvido venza a la verdad, ni que la comodidad sustituya a la conciencia.
Porque si la Armenia de hoy se fractura, la diáspora no debe fragmentarse: debe unirse más que nunca, como guardiana del alma que titubea.
Es como si la Armenia actual estuviese escribiendo otra vez su origen, pero con final invertido.
Bel ganó.
Y desde entonces, sus lógicas —imperiales, funcionales, utilitarias— contaminan decisiones, discursos, y destinos.
Pero incluso en esta metáfora sombría, hay una verdad que no podemos ignorar: los pueblos no están atados a sus mitos, sino que los recrean.
Puede que Bel haya ganado hoy. Pero también puede perder mañana.
Dependerá de que Haik despierte en el alma colectiva.
De que Armenia recuerde que no fue hecha para obedecer, sino para persistir.
De que deje de justificarse en el realismo, y vuelva a soñar con la justicia.
De que vuelva a nombrarse a sí misma no como apéndice, sino como origen.
Porque si Armenia olvida a Haik, entonces ya no es Armenia.
Hagop Tabakian
Representante del Comité Central de la FRA-Tashnagtsutiún de Sudamérica