El eco de dos patrias en un mismo pupitre

Hay algo inquietante en ver a una nena rubia de apellido González recitar el Hair Mer en armenio occidental. Algo que no se puede explicar del todo, definitivamente raro, pero al mismo tiempo se acomoda en su boca con una naturalidad perturbadora pronunciando palabras que sus abuelos jamás habrían entendido, palabras que llegaron a ella por elección y no por herencia, como un fantasma que se muda de casa. Una chica que va a crecer creyendo que el monte Ararat es tan suyo como el Aconcagua.
Las escuelas armenias en Buenos Aires son lugares raros. No porque sean exóticas —la ciudad está llena de colegios de colectividades—, sino porque ahí adentro el tiempo funciona diferente. Una vez adentro es como si hubiera una fisura en la ciudad, como si en Palermo o Flores o en Valentín Alsina hubiera una puerta que da directamente a Ereván, pero no al Ereván de ahora, sino a la tierra que era en 1915, la que nunca pudo ser, la que se reconstruye todos los días en las aulas. Las chicas y los chicos que van ahí —algunos con apellidos imposibles de pronunciar, otros que se llaman Gutiérrez— crecen sabiendo que existe una geografía secreta del mundo. Aprenden que hay países que desaparecen y reaparecen en otros lados, que las fronteras son mentiras que se pueden burlar con la memoria.

Pero son los otros, los que eligieron estar ahí, los que me resultan más fascinantes y más inquietantes. Esas familias argentinas que un día se despertaron y decidieron que sus hijos iban a crecer en un entorno donde se habla una lengua que está sostenida no por muchos, participando de rituales que no entienden del todo, llevando en la mochila una historia que no es suya pero que van a defender como si lo fuera.
Los vi en la cena de Las noches del Arzruní: padres preguntando cómo se dice "feliz cumpleaños" en armenio, el tipo de apellido italiano que se sabe de memoria los nombres de los pueblos del altiplano armenio. Tienen esa intensidad de los conversos. A veces me pregunto si no serán ellos los verdaderos armenios, los que mantienen viva la llama porque la encienden todos los días, no porque se las heredaron ya prendida.
El armenio occidental es una lengua fantasma. Oficialmente murió en 1915 junto con los que la hablaban, pero acá, en las aulas del Bajo Flores, hay chicos que la conjugan con acento porteño. Es hermoso y terrible al mismo tiempo, como ver a alguien hablando con un muerto y el muerto le contesta. Hay algo perturbador en esa transmisión. La lengua pasa de boca en boca, de generación en generación, pero también salta, se contagia, infecta a familias que nunca tuvieron nada que ver con Armenia pero que ahora no pueden imaginar a sus hijos sin esa segunda lengua secreta.
Hay una ironía cruel en todo esto. Los que vinieron de Armenia, los que tienen los apellidos terminados en ian, son los más relajados con la tradición. Total, piensan -pensamos-, la cultura está en la sangre. Pero son los otros, los advenedizos, los que preguntan, investigan, los que no dan nada por sentado, son ellos los que terminan sabiendo más porque cuando algo no es tuyo por derecho, tienen que conquistarlo todos los días.

Los actos escolares en las escuelas armenias tienen algo de velorio alegre: celebran un territorio que ya no existe, recuerdan masacres, honran a santos de una iglesia que la mayoría ni sabe que existe. Los chicos cantan himnos en un idioma que sus compañeros del barrio no entienden, bailan danzas que no se bailan en ningún otro lado de la ciudad. Y ahí están las familias argentinas, aplaudiendo con la misma intensidad que los armenios, sacando fotos, emocionándose con canciones que no deberían significar nada para ellos pero que, por alguna razón, los hacen llorar. Es como si hubieran adoptado no solo una escuela sino un duelo colectivo. Como si hubieran decidido que ellos también van a ser guardianes de esa melancolía, de esa nostalgia por un lugar que nunca conocieron.
Al final, tal vez eso sea lo más hermoso y lo más perturbador de todo esto: que en pleno siglo XXI haya familias que elijan heredar el dolor de otros. Que decidan que sus hijos van a crecer sabiendo que hubo un genocidio en 1915, que van a poder ubicar en el mapa un país que casi nadie conoce, que van a llorar por muertos que no son sus muertos. Es una forma extraña de empatía. O tal vez sea algo más profundo: la intuición de que todas las tragedias son nuestras, de que todas las culturas que sobreviven lo hacen porque alguien, en algún lugar, decide adoptarlas.
Los chicos que salen de esas escuelas —los armenios y los argentinos, los que heredaron y los que eligieron— van a ser siempre un poco extranjeros en su propia ciudad. Van a tener una segunda patria secreta, una lengua privada, una historia paralela. Van a saber que el mundo es un lugar donde las cosas desaparecen pero también reaparecen, donde la memoria es más fuerte que la geografía. Y tal vez eso sea lo que buscan esas familias argentinas cuando eligen la escuela armenia: que sus hijos crezcan sabiendo que el mundo es más complejo de lo que parece, que hay historias que vale la pena salvar aunque no sean las propias, que a veces la identidad no es algo que se hereda sino que se elige y se defiende todos los días.
Pureza es muerte
Pero no todos lo ven así. Están los otros, los que se creen dueños de la marca registrada de la armenidad, los conozco bien. En el contexto de una entrevista para este diario uno lamentaba esta inclusión como si el sufrimiento fuera una herencia que solo transmite el ADN, como si la memoria fuera un club exclusivo al que solo se entra con certificado de genealogía. Es una mezquindad que da asco. Una miseria que no entiende que las culturas que sobreviven son las que se contagian, las que se expanden. Los que piensan así no entienden que la pureza es muerte. Hay algo enfermo en esa obsesión por la pureza. Como si ser armenio fuera una condición médica que solo se puede diagnosticar con análisis de sangre. ¿Cuál es el problema? ¿Que alguien más quiera recordar a sus muertos? ¿Que la tragedia armenia encuentre nuevas voces para ser contada? Son ellos los que realmente están matando la cultura que dicen proteger. Porque una cultura que no se comparte se muere, una lengua que no encuentra nuevos hablantes se extingue. Una memoria que no se transmite más allá de los límites de la sangre se convierte en un museo de cera. Cada armenio “nuevo” es una victoria contra el olvido. Es una actitud colonial al revés: en lugar de imponerle su cultura al otro, le prohíben acceder a ella. Detrás de toda esa actitud hay algo putrefacto: el resentimiento. El resentimiento de los que se sienten víctimas perpetuas, de los que han convertido el sufrimiento histórico en una identidad y no soportan que alguien más quiera compartirla. Como si el Genocidio Armenio fuera una marca registrada que solo ellos pueden usar.

Las noches del Arzruní
Hace unas semanas reservé una mesa para cenar con mi familia en el marco de Las noches de Arzruní. Mi hermana y yo fuimos a la escuela y nos gusta celebrarla.
La reserva la hice por Instagram. Del otro lado de la pantalla no había un cocinero armenio con décadas de tradición familiar, sino María del Mar, una madre que administra las redes sociales del Arzruní entre compromisos laborales y deberes escolares de sus dos hijas. Sus manos, que nunca amasaron con la abuela el boreg de los domingos, ahora recrean recetas que aprendió por audios de WhatsApp, con esa paciencia digital de quien pausa, rebobina y vuelve a escuchar hasta que el punto de sal queda justo. Cuando llega el momento de las cenas armenias, ella encarga masa filo de más. Un kilo extra que se lleva a su casa, donde ningún paladar creció con esos sabores, donde el pasha boreg es una conquista reciente, un territorio ganado a pura voluntad. En su cocina no hay memoria gustativa heredada, sino la construcción deliberada de un patrimonio elegido.
Fue ella quien empujó el viaje a Armenia de estos egresados 2026. Once alumnos anotados, solo cuatro con apellidos que terminan en -ian. Y en el centro de esa expedición improbable, María del Mar, que sabe qué es cargar con el peso de una historia ajena que se vuelve propia. Su abuelo español le legó algo más pesado que recetas: el lastre de la Guerra Civil, la prisión, la pena de muerte esquivada por centímetros, el escape como única herencia posible. Ella conoce el peso específico de la memoria histórica. Por eso entiende que hay dolores que se pueden adoptar, tragedias que se pueden abrazar sin haberlas vivido. En su caso, el genocidio armenio no corre por sus venas, pero sí la comprensión íntima de lo que significa que la historia te marque antes de nacer. Así, entre audios de cocina y publicaciones de Instagram, María del Mar se convirtió en la guardiana improbable de una memoria que no era suya pero que eligió proteger. Porque hay herencias que se reciben y otras que se conquistan, y ambas pesan igual en las manos que las sostienen.
María del Mar Ortega escribió en un posteo de Facebook con fotos de sus hijas en la escuela: “Por mis venas corre el flamenco y el mar Mediterráneo, y no tengo dudas de que también le va a cantar la sangre a Almudena cuando nade en las playas del Cabo de Gata. Ya sé que sus cejas no mienten y que tarde o temprano, cuando tenga la suerte de advertir la eñe en su código genético, no le va a bastar el pasaporte ni la doble ciudadanía. Y esta introducción es para mostrarles a Almudena abrazando con amor otra cultura que no le trae su ascendencia pero le acercó su colegio, sus maestros, sus compañeros. Almu (y actualmente también Vera) concurre a un colegio armenio. Así de chiquita como es Armenia territorialmente, así de grande es el empeño que pone su diáspora en conservar sus tradiciones y su identidad. Acá en Buenos Aires la colectividad armenia es numerosa, pero más que numerosa es abarcativa. Es una comunidad que se brinda, que crece porque se abre y despliega todo su esplendor. Quizá los que somos hijos de inmigrantes de principios o mediados de siglo XX, que sufrieron guerras, persecuciones o exterminios, seamos los que podemos emocionarnos con esa perseverancia en la construcción de la memoria, con ese ahínco en perpetuar tradiciones que nada tienen que ver con el hoy pero todo tienen que ver con encontrar nuestra esencia.

Ver bailar danzas armenias es emocionante, como casi cualquier danza folclórica ilustra ese espíritu humano que no se rinde, que se anima, que celebra su comunidad, su unión, su resiliencia. El viernes fue la noche de las culturas en el colegio de las nenas. Un mes para celebrar la cultura armenia. Almu no bailó esta vez, pero entonó una canción en armenio con un ritmo contagioso y pegadizo.
Discúlpenme que no sé escribir el nombre ni aún en fonética, pero a mí me sonó algo como Aypenkin”.
Sí, Mar, ay pen kim, las tres primeras letras del aypupén, del abecedario, eso estaría cantando tu niña. La que se desmoronó cuando le dijeron que no era armenia. Mar buscaba un colegio laico, más pequeño y familiar para su hija mayor, cuando una amiga le recomendó el colegio armenio por ser "como una familia" que "cuidaba mucho a los chicos".
Dos hijas, dos experiencias: Vera, la mayor, no logró entrar en primaria por falta de vacantes porque hay prioridad para armenios, pero ingresó en secundaria; Almudena, la menor, entró a los tres años y se integró completamente.
La cuenta que podemos detenernos a hacer acá es, entonces: que por cada alumna o alumno de descendencia armenia que no elige la escuela armenia, entra alguien de la comunidad argentina. ¿Quién gana y quién pierde? Facilísima la cuenta.
Sigamos con la historia de Mar. Antes de este encuentro suyo con la cultura armenia, la única relación que recuerda era una compañera suya de Antropología en la UBA.
―Almu era muy chiquita, le enseñaban el idioma, los símbolos patrios armenios, todo lo que podía entender en el jardín de infantes; y un día nos dice “Como yo soy armenia…”, le digo que no, que nosotros no somos armenios. “Yo soy armenia”, “No, hija, no sos armenia, vos sos de ascendencia española, un poco italiana”, y me miraba muy acongojada”. ¿Cómo que no soy armenia?”, le digo que no, pero está bien, “podés bailar, podés cantar en armenio, mirá qué lindo eso”. Y la primera profesora de armenio, que la quería mucho, nos preguntó la primera vez “¿Ustedes son los papás de Almudena? ¿Son armenios?”; no, no, le dijimos y se quedó con cara de “¿Cómo que no son armenios? Pensé que ella era armenia por cómo pronunciaba armenio”.
El único grupo que logró viajar a Armenia fue la clase 2019 y fueron quienes comenzaron con Las noches de la Arzruni, las cenas en la escuela para recaudar fondos.
“Cuando supe que habían viajado a Armenia, mi esperanza era que mi hija pudiera hacerlo. Cuando en el grupo de padres empezaron a hablar de Bariloche les dije, perdón, yo no soy armenia pero quiero que mi hija viaje a Armenia. Había padres que habían entrado hacía un año o dos años y ni sabían que existía esa posibilidad. Este grupo tiene muy pocos armenios, solamente cuatro de las once familias que estamos organizando esto, son de ascendencia armenia. O sea, de los once que viajarán, solo cuatro son armenios. Con la ayuda de la rectora, María del Carmen Marchesi, y la comisión directiva con Alberto Aksarlian a la cabeza, lo encaramos, de a poquito se fue haciendo y acá estamos”. Este año ya se hicieron cuatro cenas y seguirán hasta junio del año que viene, siempre en el segundo sábado de cada mes.
El sábado 13 de septiembre entonces, una nueva cena nos espera en Las noches del Arzruni (José Martí 1562), previa reserva al 11 3119 2788. Una noche donde la comida, una vez más, es la excusa para el encuentro de generaciones y nacionalidades y así celebrar la cultura armenia que se niega a morir. Ir a esas cenas no es un acto de caridad folclórica ni de turismo cultural. Es una obligación moral con la memoria, con la resistencia, con la idea de que hay historias que merecen ser salvadas aunque no sean las nuestras. Cada plato de shish kebab que se vende es un acto de insurrección contra el olvido, cada mesa que se llena es una victoria contra la indiferencia.
Porque en el fondo, lo que está en juego en esas cenas no es solo el futuro de once chicos que quieren conocer Armenia. Es la prueba de que todavía hay gente dispuesta a adoptar dolores ajenos, a heredar memorias que no les pertenecen por sangre pero que eligen defender por convicción. Es la demostración de que la empatía puede ser más fuerte que la genética, de que las culturas sobreviven no porque se guarden como reliquias sino porque se comparten como tesoros. María del Mar y las otras familias argentinas que abrazan la causa armenia nos están enseñando algo fundamental: que ser guardián de una cultura no requiere certificado de nacimiento.
Así que reserven su mesa. No por exotismo, no por curiosidad, sino porque hay batallas que se pelean con tenedor y cuchillo, memorias que se preservan con cada bocado compartido. Porque en una época donde todo se olvida a la velocidad de un scroll, sostener la memoria de un pueblo es un acto revolucionario que merece nuestro apoyo.
Las noches del Arzruní son actos de fe en un mundo donde todavía es posible elegir qué historias queremos que sobrevivan.
Lala Toutonian
Periodista
latoutonian@gmail.com