Reynaldo Sietecase en Armenia: “Tengo los ojos estallados de imágenes”

En el vuelo de regreso, bajo el cielo oscuro de la madrugada, Reynaldo Sietecase miró por la ventanilla del avión y dijo: "Tengo los ojos estallados de imágenes". La frase, tomada de Megafón o la guerra de Leopoldo Marechal, resumió a la perfección la intensidad de los cinco días que vivimos en Armenia.
Tuve el privilegio de acompañarlo en este viaje invitado por el Consejo Nacional Armenio y Diario ARMENIA, un convite que el periodista aceptó de inmediato dada su conexión con la Causa Armenia. Esta disposición no era casual. “Mi vínculo es primero moral y ético: rechazo la negación de un crimen. Siempre me conmovió su escasa visibilidad y admiro la pasión de quienes la defienden”, repite Sietecase siempre que le preguntan.
El objetivo de nuestra travesía era claro: vivir desde el corazón de la nación el 110º aniversario del Genocidio Armenio; comprender en primera persona la memoria colectiva tras esa tragedia; asomarse a la compleja situación que persiste tras la guerra de Artsaj y el tratado de paz anunciado que aún no llega y, al mismo tiempo, descubrir la belleza de Ereván, sus alrededores y el calor de su gente.

Al despuntar la mañana del 21 de abril, la ciudad se presentó ante nosotros con un aire de historia viva: los edificios de piedra volcánica irradiaban matices que iban del rosa viejo al gris profundo. Las calles y plazas despertaban al murmullo de conversaciones en armenio salpicadas de palabras en ruso, inglés y francés.
Caminamos sin prisa por avenidas flanqueadas de árboles y cafés. Algunas personas con las que interactuamos se interesaban con una curiosidad amable sobre mi acompañante y no faltaron quienes, al saber de nuestro propósito, compartieron un gesto de agradecimiento, un apretón de manos o una breve historia personal. “Acá muchos militan la causa”, destacó Reynaldo, anticipando una situación que se repetiría muchas veces.
La primera salida, tras retirar las acreditaciones que nos habilitaban como periodistas, nos llevó a la explanada de la Ópera de Ereván. Allí, un grupo de desplazados de Artsaj, entre los que había excombatientes de la primera guerra de liberación, mantenía un campamento para reclamar subsidios que el gobierno planeaba recortar a partir de mayo. Denunciaron discriminación oficial y remarcaron también la inacción gubernamental ante los 23 dirigentes detenidos ilegalmente en Bakú. Exigieron justicia urgente, ser tratados como ciudadanos de primera en la propia Armenia y contaron que, de las casi 120.000 personas forzadas a huir en septiembre de 2023, unas 25.000 ya habían emigrado del país. Anastas Israelyan, con la voz cargada de frustración, describió la limpieza étnica impulsada por Azerbaiyán y relató cómo los azerbaiyanos ocupan sus casas y destruyen todo vestigio de presencia milenaria armenia en Artsaj.
Esa explanada había sido escenario de festejos patrióticos y de protestas multitudinarias. Aún recuerdo las fotografías en blanco y negro de la gente con el brazo en alto reclamando la unificación de Artsaj con Armenia y resulta paradójico que hoy sean desplazados de Artsaj quienes acampen en el mismo lugar.
Tras escucharlos, avanzamos a la Ópera, un edificio de piedra gris que mezcla tradición clásica y herencia soviética. Frente a su fachada imponente Reynaldo destacó la variedad de funciones: óperas históricas, ballets, música folclórica y estrenos contemporáneos. El espacio es la prueba de que la cultura armenia resiste y se reinventa.
Un encuentro fortuito puede regalar momentos únicos. Fue lo que ocurrió cuando coincidimos con Elsa Sarafian y Rubén Kechichian, de Buenos Aires, quienes invitaron a sumarnos a una excursión fuera de Ereván. En el trayecto nos llegó la noticia del deceso de Francisco, el papa cercano al pueblo armenio. El instinto periodístico de Sietecase se manifestó en voz serena: “Se murió sin visitar la Argentina…”, dijo, sintetizando en una oración lo complejo del ser argentino.
Llegamos a Garní, el templo grecorromano del siglo I construido sobre un balcón natural con vistas a un valle de vegetación, piedra y río. Sus columnas de basalto recuerdan el pasado pagano de Armenia anterior al cristianismo. Reynaldo se detuvo con atención a contemplar su equilibrio y resistencia al paso del tiempo.
El recorrido continuó hacia Geghard, un conjunto de iglesias excavadas en la roca en el siglo IV. Nuestra guía, de impecable español, señaló detalles que pasan inadvertidos al visitante apresurado. Entre muros fríos y penumbra, Reynaldo, maravillado por el canto litúrgico de Elsa, subrayó que aquel lugar “demuestra el valor de la fe como fuerza de unión, incluso para quien no practica ninguna religión”. Fue un momento inolvidable.

En Khor Virap el Ararat se alzó frente nuestro con bastante claridad. El marco paradisíaco lo conmovió. En el monasterio que fue el sitio de la antigua prisión de Gregorio a finales del Siglo III, Sietecase sintió el peso de los siglos al bajar por la estrecha y empinada escalera de metal que desciende hasta el pozo de piedra. Bajó por ese túnel hasta el espacio donde la fe resistió el encierro durante trece años. “De prisión a santuario, el lugar demuestra cómo la historia convierte el dolor en esperanza”, me hizo notar mi compañero de viaje.
Al caer la tarde noche del 23 de abril, la Plaza de la República se transformó en un escenario de fervor juvenil. Bajo los acordes de marchas patrióticas se encendieron miles de antorchas que, como una marea humana, comenzaron el recorrido sobre la avenida Amiryan iluminando el camino hacia el memorial del Genocidio. Los jóvenes de la FRA-Tashnagtsutiún encabezaron las gruesas columnas y avanzaron con paso firme convencidos de que mantener viva la memoria es el primer paso hacia la justicia. Imposible no emocionarse ante ese panorama.
Participar en ese rito de memoria y reivindicación era un antiguo anhelo: era la primera vez que caminaba y gritaba consignas entre antorchas en Ereván. Sietecase compartía esas ganas de estar presente en la marcha. Venía anunciando que haría esa cobertura. Había visto videos y fotos de años anteriores y esperaba experimentar en carne propia la fuerza de la solemnidad colectiva.

Pasaron 110 años y, como señaló en una de sus crónicas, “los mismos protagonistas de entonces parecen regresar una y otra vez”. La multitud avanzó decidida desafiando la pasividad del propio gobierno armenio al que, más adelante, le dedicaron cánticos críticos. Pasó lo de siempre: las autoridades subestimaron la movilización en los medios de comunicación y en sus declaraciones. Sin embargo en Ereván y en el resto del país todos supieron de qué se trataba.
Al día siguiente, 24 de Abril, centenas de miles de personas -familias enteras, ancianos, jóvenes y niños- peregrinaron con determinación silenciosa hacia el memorial de Tsitsernakaberd para depositar ofrendas ante la llama eterna. Al llegar al círculo de las doce losas de piedra, Reynaldo colocó sus tulipanes rojos y subrayó con orgullo que Uruguay y Argentina figuran entre la treintena de naciones que reconocen el Genocidio Armenio. Desde el museo fue categórico: “Negar el Genocidio Armenio es negar la esencia misma de la humanidad”.

“Un genocidio implica que el perpetrador debe afrontar una reparación; la ausencia de ese reconocimiento es una carga muy pesada. Pienso en lo que pasó en Argentina con los juicios a los responsables de la dictadura: ese proceso fue sanador para la sociedad”, reflexionó Sietecase. “A los armenios les falta el reconocimiento y la reparación por parte de Turquía. Esa ausencia se proyecta en toda la sociedad. Si a eso le sumás el conflicto con Azerbaiyán, tenés el combo completo: el horror de la guerra”, sintetizó con lógica.
Más tarde nos dirigimos a Yerablur, el cementerio de los héroes, donde descansan desde el general Antranik, Monte Melkonian hasta Vazken Sarkisyan y quienes cayeron en las guerras recientes. “Me llevo esas imágenes muy fuertes: madres llorando y una mujer que limpiaba obsesivamente la tumba: barría, limpiaba el mármol y volvía a barrer”, recordó Reynaldo. “Lo sintetizo en memoria, dolor y fe. Le agregaría belleza, aunque parezca contradictorio, porque Armenia es un país bello”.
Recorrimos aquel campo sagrado con un recogimiento casi reverencial. Cada flor depositada, cada gesto de cuidado y cada mirada muda formaban parte de un mismo pacto: mantener viva la memoria. El dolor contenido en Yerablur se funde ahora en nuestras crónicas personales de este viaje a Armenia.
También visitamos el centro TUMO y la bodega Karas de la familia Eurnekian, “dos proyectos privados de primera línea que demuestran cómo la herencia cultural y la vanguardia pueden unirse como base de la innovación”, remarcó Sietecase.
Con esa visión atravesamos las salas de TUMO, donde cada pantalla reflejaba el entusiasmo de adolecentes y jóvenes creando aplicaciones, animaciones y prototipos de robótica, libres de exámenes y calendarios rígidos, un proyecto que ya llegó a dieciséis países y que pronto se implementará en CABA. “Tumo es la cara más luminosa que tiene para mostrar Armenia, ojalá se capitalice suficientemente”.
En la bodega Karas contemplamos sus extensos viñedos en suelo volcánico y la combinación de técnicas ancestrales y estándares internacionales de enología para producir vinos de alta gama que reinventaron la producción de vino en el país y que, además, se exporta a mercados exigentes. En ambos lugares se respiraba el mismo espíritu: invertir en talento y calidad para ofrecer a Armenia herramientas concretas de progreso. Allí, el legado de siglos se convierte en impulso para las generaciones que vienen. Fue Reynaldo quien me lo hizo notar.
Si en TUMO presenciamos cómo las nuevas generaciones aprenden a dar forma digital a sus ideas, en el Matenadarán, de la mano de su ex director y ex embajador de Armenia en Argentina, el académico Vahan DerGhevondian, comprobamos cómo Armenia conserva y estudia los textos que dieron origen a su identidad. Los dos centros muestran que el país articula tradición y modernidad, guardando con cuidado su pasado escrito mientras impulsa a sus jóvenes a escribir el futuro. “Es el anclaje con el pasado y el futuro”.

Reynaldo Sietecase encontró en Ereván un aire familiar, según sus palabras. “La gente es súper amable, abierta, en eso se parece al latino”, comentó al recordar los bares llenos, las conversaciones animadas y el gesto de acompañar cada frase con las manos. El tránsito, por momentos caótico, le remitió a Buenos Aires: “En algunos horarios, la ciudad tiene un ritmo similar”, observó.
La interacción con los habitantes marcó su visión sobre el pulso de la ciudad: “taxistas que inician la charla, ciudadanos que expresan su opinión sin reservas y jóvenes que debaten en cafés”. Esa cercanía, sumada a una gastronomía sabrosa y variada que disfrutamos en cada comida, convierte a la ciudad en un espacio de encuentro. Más de 2.800 años de historia no quedan en el pasado, sino que se viven cada día gracias a la calidez y al involucramiento de su gente.
Sietecase alerta sobre el resurgimiento del panturquismo como amenaza permanente al pueblo armenio. En todas sus apariciones radiales desde Ereván, y en muchas de sus publicaciones en redes sociales, remarcó el carácter agresor del tándem turco-azerí y advirtió sobre los objetivos expansionistas de Aliyev. Reynaldo siempre compara al presidente de Azerbaiyán con Borat, aquel grotesco personaje ficticio de Sacha Baron Cohen diseñado para satirizar líderes autoritarios.
Mientras el avión despegaba para comenzar el largo regreso a casa, comprendí que la experiencia vivida en esos pocos días había tallado en Sietecase una certidumbre profunda. Aquellos ojos que confesó tener "estallados de imágenes" reflejaban una comprensión que trascendía lo visto y sentido en tierra armenia. Con la mente llena de recuerdos frescos, y valorando lo mucho que aprendí de él y de su profesionalismo, desde mi asiento al otro lado del pasillo, me dije a mí mismo: "Reynaldo entendió todo".
Pablo Kendikian
Periodista
Leé la apasionante crónica de Reynaldo Sietecase en Diario ARMENIA: Armenia, su memoria, su dolor y su fe.