Medallas devueltas, memoria negada y paz impuesta: señales de una Armenia en retroceso

06 de octubre de 2025

En el lapso de pocos días, varios hechos revelaron la profundidad de la crisis política y moral que atraviesa Armenia: veteranos de la guerra de Artsaj devolvieron sus medallas, el Parlamento rechazó un proyecto vinculado a la negación del Genocidio Armenio, un arzobispo fue condenado a prisión y se proclamó una paz alineada con Bakú y Washington. Estos episodios juntos trazan un panorama preocupante: un país que renuncia a su memoria, a su libertad y a su soberanía.

El 2 de octubre, un grupo de veteranos de la guerra decidió devolver las condecoraciones recibidas por su servicio. Liderados por Armen Petrosyan, un exsoldado que recibió múltiples distinciones, los veteranos se congregaron frente al edificio del Gobierno en un acto simbólico. “Cada medalla llevaba consigo el espíritu de la lucha de liberación y del movimiento de Artsaj. Pero hoy, cuando las autoridades abandonaron la autodeterminación, estas condecoraciones perdieron su significado”, explicó Petrosyan. Lo que para ellos fue sacrificio y lucha, para las autoridades actuales no es más que “un error” o “una ilusión”, como vienen manifestando.

Los veteranos declaran que esos reconocimientos perdieron su valor porque el Estado traicionó aquello que representaban. “No es un gesto contra la patria, aclaran, sino contra un poder político que deslegitima la lucha. En palabras de otro ex combatiente, “Estábamos defendiendo la frontera pero resultó que el turco estaba dentro del país”. En definitiva, es un acto simbólico que desnuda la fractura entre quienes ofrendaron sus vidas por la defensa nacional y un gobierno que hoy pretende enterrar esa memoria.

Ese mismo día, la Asamblea Nacional rechazó un proyecto de ley para endurecer la penalización de la negación del Genocidio Armenio. Con 58 votos en contra, el bloque gobernante sepultó una iniciativa que habría alineado a Armenia con países como Francia, Alemania, Austria o Bélgica, donde la negación del genocidio es delito porque falsificar un acto criminal de esa magnitud no es libertad de expresión, sino un atentado contra la verdad y la democracia.

Para la diáspora este rechazo es un golpe directo: la existencia misma de las comunidades armenias fuera del país es consecuencia del genocidio cometido por el Estado turco entre 1915 y 1923. Que Armenia, la nación que sobrevivió a ese crimen, se niegue a proteger su memoria en el plano legal es una señal devastadora. Más aún cuando dirigentes oficialistas relativizan el número de víctimas o proponen “revisar” cómo murieron, utilizando un lenguaje cercano al guión negacionista de Turquía. El mensaje es claro: si el Parlamento armenio no considera que es un crimen negar el genocidio, ¿con qué autoridad moral puede reclamar reconocimiento en el ámbito internacional? Más aun, cuando el Ejecutivo anuncia a los cuatro vientos que el reconocimiento no es su prioridad.

Como si esto no fuera suficiente, en el mismo clima de retroceso democrático el Tribunal de Ereván condenó a dos años de prisión al arzobispo Mikayel Ajapahyan, jefe de la diócesis de Shirak, acusado de “incitación a la toma del poder” por haber expresado públicamente la necesidad de un cambio de gobierno. La sentencia se inscribe en el enfrentamiento abierto entre el gobierno y la Iglesia Apostólica Armenia, a la que el propio Pashinyan atacó con amenazas directas al Catholicos Karekin II con campañas de difamación en medios cercanos al poder.

El encarcelamiento de líderes religiosos, en este caso son dos, por manifestar su opinión crítica no solo revela la instrumentalización de la justicia, sino que constituye un atentado contra la libertad de expresión y de religión en Armenia. Las persecuciones y encarcelamientos estatales no sólo son hacia la Iglesia, también es atacada y amenazada la estructura de la FRA-Tashnagtsutiún.

Otra señal llegó desde la misma Asamblea Nacional, que aprobó con amplia mayoría una declaración titulada “Establecimiento de la paz entre Armenia y Azerbaiyán”. El texto apoya la proclamación firmada en Washington el 8 de agosto por Nikol Pashinyan e Ilham Aliyev, con la mediación de Donald Trump, y agradece al presidente estadounidense por su “innegable contribución”.

En la declaración aprobada se resalta la apertura de rutas de comunicación, incluido el tránsito hacia la ocupada Najicheván a través de Armenia, y la implementación del programa TRIPP, presentado como un plan de desarrollo regional. El documento no solo omite referencias al derecho de retorno de los desplazados de Artsaj y a la liberación de prisioneros, sino que introduce cláusulas de cooperación que podrían condicionar la soberanía armenia sobre sus propias rutas de comunicación.

La oposición boicoteó la votación y denunció el texto como “unilateral y peligroso”, ya que no incluye garantías mínimas para Armenia: liberación de territorios ocupados, retorno seguro de los desplazados de Artsaj, liberación de prisioneros de guerra y protección del patrimonio cultural. Distintos analistas afirman que Turquía maneja un plan aproximado para normalizar relaciones con Armenia recién después de las elecciones del próximo año y de la eventual reforma constitucional que exige Bakú para firmar el acuerdo, lo que deja en claro que la paz proclamada es una etapa condicionada por exigencias externas.

En sintonía, Ankara aprovecha el discurso de la “normalización” para proyectar una imagen de apertura. La semiestatal Turkish Airlines anunció su intención de iniciar vuelos a Ereván, presentado como un gesto histórico después de décadas de fronteras cerradas. El riesgo es evidente. Turquía capitaliza políticamente un anuncio comercial mientras mantiene intacta su política negacionista y, como vemos, de presión regional. Armenia, en cambio, aparece celebrando lo que en los hechos son concesiones mínimas y unilaterales, reforzando la asimetría de un proceso en el que Ankara impone los tiempos y las condiciones.

Estos episodios no son hechos aislados: sumados a las escandalosas declaraciones de Pashinyan en las que indica que hablar ahora del retorno de la población desplazada de Artsaj “es peligroso para el proceso de paz”, forman parte de un mismo proceso. Se entregan símbolos, se diluye la memoria del genocidio, se persigue a líderes religiosos y se legitima en la Asamblea un acuerdo que no protege ni a los desplazados ni a los cautivos. Es un retroceso múltiple que erosiona la dignidad nacional y profundiza la distancia entre la dirigencia y el pueblo.

En Ereván, el Primer Ministro dice que la lucha de Artsaj fue “una ilusión”, que negar el genocidio no es delito, que un arzobispo crítico merece prisión y que la paz puede proclamarse sin garantías. La pregunta es cuánto más puede ceder un país antes de quedar vacío de memoria, de soberanía y de futuro.

Pablo Kendikian
Director de Diario ARMENIA

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