A días de la aparición de su nuevo libro “La guerra es un verbo”, Ana Arzoumanian reflexiona sobre los otros efectos de las detonaciones

04 de abril de 2022

Luego de las grandes guerras (la Primera y la Segunda Guerra Mundial) la puesta en marcha de la aniquilación siguió su curso. La totalidad llegó a tal punto que la técnica bélica no sólo se ejerce contra el combatiente sino también contra aquel que no lo es: un ciudadano. (Si todavía podemos seguir hablando del concepto de ciudadano en estos tiempos de caída del modelo democrático. Si no estamos más bien frente a habitantes/ víctimas). Cualquier civil puede ser el blanco de la mirada militarizada. Esta concepción de sospechoso- víctima que recae sobre cualquier sujeto le da el sentido de totalidad a la situación de guerra.

—¿Cómo se  vive en el desquicio de una guerra? ¿Cómo se desvive una mujer, un hombre? ¿Cómo se liquida toda genealogía?

—La guerra entre Rusia y Ucrania no hizo más que reavivar el dolor por la guerra ocurrida en el año 2020 entre Armenia y Azerbaiyán. Una confrontación que aún no ha terminado no sólo porque los ataques azeríes siguen buscando el blanco en territorio armenio, sino también porque provocan un desprecio a la vida de la población armenia en Artsaj.

En una guerra podemos ver e imaginar la destrucción de edificios, la amputación de partes del cuerpo; lo que se nos hace inaudito es el rompimiento de los vínculos, de los lazos anteriores a la guerra que mantenían entramada a la población. Sin embargo, eso también se destruye. La humillación, el odio, aún en el caso de consolidar una zona de relieve nacional terminan minando el interior de las relaciones; las relaciones mismas.

—¿Por qué el gesto beligerante destruiría las casas, las escuelas, los brazos, las piernas y dejaría incólume las filiaciones? ¿Por qué creemos que se puede expropiar de la tierra pero no de esa zona íntima donde la tierra lleva el nombre de hogar? ¿Cómo es un hogar fuera de toda intimidad? ¿Quiénes son el hogar cuando todo se ha destruído? ¿Pero qué cosa abarca ese todo?

—El arquitecto tomará nota de los monumentos deteriorados, el médico asisitirá las emergencias del cuerpo, el político inyectará nuevos discursos que rearmen la cohesión colectiva y el escritor, mientras tanto, medirá el daño a la sensibilidad.

Todo es después de un genocidio, de modo que escribir este después requiere no de una estrategia textual que se sedimente en alguna razón de estado o en los modos patrios de una lengua nacional, sino en una geopolítica de la sensibilidad.

Uno de los escritores sobreviviente del genocidio armenio fue Hagop Oshagán. Muerto en Aleppo, Siria, en el año 1948 escribe una de sus novelas más significativas “Restos” (Mnatsvortats/ en armenio) novela en tres volúmenes que ha quedado inconclusa, cuyo primer tomo lleva por título: “El camino del útero” (sobre la vida anterior al genocidio en el imperio otomano). La segunda se llama “El camino de la sangre” y la tercera hubiese llevado el nombre de “Infierno”, última parte de la saga referida al exterminio de la población armenia en Bursa.

Mnatsvortats significa, literalmente, lo que queda de los hijos. El hijo como resto, derelicto. En armenio, Mnatsvortats es el nombre, además, del Libro de Crónicas de la Biblia. Un libro que cuenta con listas genealógicas hasta la fundación del primer reino de Israel. Comienza con la historia de Adán, la historia del antiguo Israel hasta el edicto del rey Ciro el Grande quien libera a los israelitas del cautiverio babilónico. Así sucede el regreso de los exiliados.

Quizás Oshagán, titulando de ese modo a su libro, aludía a una estirpe sometida buscando su emancipación. Una de las traducciones al libro de Crónicas del Antiguo Testamento ha sido “los asuntos de los días” o “lo que queda” haciendo alusión a Paralipómenos que significa lo omitido. Nombrar la versión armenia como “lo que queda de los hijos” es aunar la noción de tiempo con la de hijo.

Aquello que queda del tiempo, la historia, también es una omisión del relato constituyente. De modo que ese hijo, sobras de la espada, como llamaban los turcos a los armenios sobrevivientes, es también un resto; restos como sinónimo de cadáver para los padres-víctimas.

Oshagán dice que su libro “Restos” está consagrado al “problema” de los úteros y de los crímenes. Si el tiempo en una guerra se dinamita hasta fragmentarlo de tal modo de hacerlo inconcebible, lo que termina estallando es la genealogía, la filiación, el hijo.

Toda guerra, aún cuando los medios hagan su tarea comercializada de imponer informes sobre el conflicto, toda guerra ocurre en eso que calla. Eso que no tiene nombre. Ese delirio de los cuerpos sin boca. Eso que nadie escucha porque no es un grito. Eso que aturde la mirada. Si toda guerra es para el ojo, cierro los párpados y presto mi voz al desconcierto: un poema donde una mujer interpela a su amado por el destino impuesto desde la tradición al sacrificio del hijo.

Arzoumanian, Ana. (Abril 2022). La guerra es un verbo. Buenos Aires, Argentina. Ediciones La Cebra.  

Un desconsuelo

—El sacerdote llevaba puesto una estola. Me acerqué a él, pero no hice confidencias.

—Los sueños de mi padre me han hecho callar.

—Llevo el cabello largo. El cabello tapa mis orejas. Sinuosas orejas con las que aleteo.

—Llevo el cabello largo, suelto por las noches. Por las noches suelto, sobre la cabeza que, por las noches, se separa de mi cuerpo.

—Mi cabello castaño, suelto sobre la cabeza que al amanecer vuelve al cuello.

—¿Tenés ceniza en el bolsillo?

—Mi padre soñaba que si echaban cenizas en la tráquea, la cabeza que por las noches se separa no podía volver al cuerpo.

—El sacerdote llevaba puesto la estola. Y yo me acerqué a él. Me acerqué, pero no hice confidencia alguna.

—Él ponía la mano en el bolsillo. Buscaba.

—Yo acompañaba la procesión de los animales, me repetía: es preciso. Es preciso que me ocupe de las cosas de mi padre.

—Cuando uno ya no espera nada más de la tierra, uno está menos dispuesto a rechazar la garantía aununciada en nombre del cielo.

—No hay nadie en el mundo, ni rey, ni duque, ni hija del rey de Escocia que pueda rescatar estos huesos.

—No hay remedio para esta cabeza que aletea.

—Y aletea sin mí.

—Iremos más allá.

—El vestido rojo está amenazado.

—Quinientos kilómetros viajando por un país en guerra.

—El fiel vestido rojo.

—Pasame el lazo, la soga, el nudo del propio velo.

—Atame el cabello, desnudame la oreja. Buscá en tu bolsillo.

—Verté esos despojos en mi garganta.

—Mi padre ordenaba. No decía que, si yo no cumplía, él mismo ahogaría a la hija.

—El que hablaba, no era un hombre sentimental.

—La petición, la demanda.

—El sacerdote se ajusta la toga, mírame hija, me dice: pide.

—Cómo hablaría si cada vez que abro la boca se me llena de agua. El agua, el grifo y el trapo que se empapaba rápidamente. El agua fluía por todas partes, hacia la boca, la nariz, por toda mi cara. Los músculos de mi cuerpo se esforzaban por salvarme de la asfixia.

—La petición, hija, el ruego, dice el sacerdote.

—Y cómo pediría si soy menos que carne, la lengua tragada por el agua.

—Adoptaré la forma de arenas sacudidas por el viento para hablar con vos.

—El sacerdote se arropa en su áspera capa para mirar los prados  encharcados de mi boca.

—Y yo en ayunas. Y las órdenes de mi padre.

—No que rece. Que me aliste en el ejército.

—Tomó las tijeras e hizo viento con las tiras del vestido rojo.

—Que me aliste y me vista de varón.

—Pero el que hablaba no era un hombre sentimental.

—Puse las armas debajo de las enaguas y me dejé el vestido, las sedas, el encaje.

—Pide la corona con la boca, hija.

—Aquí, separados del mundo, en esta frontera seca, mi boca. He dispuesto los manteles, aquí.

—Los manteles se llenan de la arena que sacude el viento.

—Mi padre comenzó a tener sueños. No de mis manos en oración, de los dedos en el gatillo.

—Levantá mi vestido, eso te pido.

—Arrasá hasta el último testigo.

—Levantá el vestido. Tomá el arma.

—¿Cómo harás lo que te pido sin abandonarme?

—No has engendrado algo dentro de mí que yo haya podido retener.

—Ellos, como las armas, viven en el ejército de hijos. Y yo no soy como mi padre, no encuentro el agua, el grifo.

—¿Cómo saber si harás lo que te pido?

—Aquí construiremos una vigilancia. Apartados en estas celdas, en este lugar de vida en común, de sepultados juntos, no nos dejaremos ver.

—Pero tendrás que ir más allá.

—Eso te pido.

—Que levantes el vestido rojo.

—Que tomes y apuntes al testigo.

—¿A quiénes si no?

—A nuestros hijos.

—Hubo un tiempo que los niños tenían ama de leche. Ahora solo tienen ama seca.

—Las aguas saladas y las dulces.

—No dejaré a los niños con las secas.

—Levantá mi vestido.

—En las excavaciones de unas minas.

—En el extremo de las cuerdas.

—La hoja que se deja sin cortar.

—Las piedras que se arriman a los lados de un mojón.

—En el proceso en el que se declara en contra del procesado.

—Contra los que declaran

—los que certifican

—los que citan

—los que juran

—los que dan fe.

—Aniquilá a los testigos.

—Entregado. Descalzo. Tomando mi hábito. Con el traje de luto que usaban las mujeres. Así.

—Solo

—en

—mí.

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