Alexia Assadourian, nieta de Aram Yerganian, y una reflexión sobre "estar en Turquía"

30 de abril de 2020

Estar en Turquía es remover heridas adormecidas.
Ampollas curadas vuelven a brotar.
Sonidos y vocablos escondidos y sellados, surgen de repente
Una marea de sensaciones invaden mi cabeza y cuerpo.
Me siento perdida en un entorno hostil
Me encuentro sola en un aeropuerto.
Todos hablan en turco.
Imágenes invaden en lo más profundo de mi memoria.
Como si mi anterior vida se apoderara de la actual y me muestra esas mismas personas que corren para llegar a su "gate", corriendo, quemando casas armenias, apoderándose de lo que no les corresponde.
Hombres de mediana estatura pero de buen comer.
Hombres que no respetan a las mujeres, ni a personas que adoren otras religiones.
Seres sin el más mínimo sentido de civilización espiritual.
Y entre todo ese mar de personas que van y vienen… de repente veo un vendedor, le miro el cartel que lleva con su nombre.
“Suren”, nombre armenio.
Le pregunto “¿Hablás armenio?”.
“Por supuesto“, me contesta. “¿Cómo te diste cuenta?”.
Me río.
“¿Te llamas Suren, no? ¡Yusuf, ni Emir, ni nada… Suren! ¡Válgame Dios! Un oasis, en todo este desierto”.
Hablamos… mucho, muchísimo.
Era un armenio del Líbano.
Triste de estar en estas tierras enemigas pero el sueldo mensual era 10 veces más que en su tierra natal.
La plata y la necesidad, nos mueve hacia las costas menos deseadas.
Suren me cuenta que los odia a todos ellos y yo feliz. Me da alimento balanceado. Manjar para mi alma.
Nos reímos.
Me cuenta de la falta de sentimiento de armenidad en la colectividad en Estambul. Cosa que no me alegra. Soy armenia. Quiero ver armenios en todas partes del mundo brotar como la humedad que invade paredes, que destruye cimientos. Así deseo ser.
Una pequeña gota que se alimenta día a día y consigue romper las cadenas de la esclavitud.
Silencios que mueren por gritar verdades.
Muertos esperando la resurrección divina del reconocimiento
Almas en pena que deambulan esperando encontrar en algún lugar al resto de sus familiares.
Todo eso pasa por mi cabeza.
El niño descalzo, sediento, cansado, que mira a su joven madre, ya sin fuerzas, riéndose para darle las esperanzas inexistentes.
Esa madre valiente que cuida hasta último momento al fruto del amor que supo tener y le arrebataron.
Esa abuela que ve como raptan a su nieta de los brazos y quién sabe cuál es el futuro de esa alma.
Ese niño que es pequeño pero debe madurar a la fuerza para hacerse cargo de lo que queda de familia.
Ese hermano que perdió a su hermanita y ve el cuerpo tirado en un mar de cadáveres mutilados.
Todos ellos me invaden. Me hablan. Me suplican justicia. Y yo, cobarde, no hago nada. Me petrifico.
Tengo dos hijas que me esperan.
Necesito llegar, ser madre y esposa.
Pero 1.500.000 no llegan y nunca llegarán.
No abrazan a sus hijos.
No aman a sus esposos.
No besan.
No están.
No tienen tumbas donde buscarlos.
Ni donde ser llorados.
Son parte de mi historia.
Los llevo en mi sangre.
Cada día de mi vida. Cada instante que pienso en ellos… ahí están. Aparecen de a uno. Con sus historias truncas.
Pasaron más de 100 años y seguimos…
Seguimos esperando nosotros y ellos.
A quienes les debemos nuestro mayor respeto.
A quienes les debemos habernos salvado.
Porque murieron ellos para que nos salváramos nosotros.
Aquí estamos.
Resistiendo año a año.
Transmitiendo nuestra llama a hijos y nietos.
Y aquí estoy yo, con mis hijas y mi esposo, marchando otro año más reclamando justicia.
Porque no sé de qué otra manera abrazar al enfermo, guiar al sobreviviente, alentar a esa madre a seguir caminando o enterrar al muerto.
Desde acá solo puedo rezar por ellos.
Mis mártires.
Mis parientes.
Mis héroes.
Mi sangre.
Mi pasado y mi futuro, nuestro futuro.

Alexia Assadourian
Nieta del héroe nacional armenio Aram Yerganian

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