Armenios en Buenos Aires: La Divorciada
En la mañana lluviosa, enfundado en el impermeable comprado en un viaje a Europa, iba a la sede de la prepaga para buscar los análisis de la semana anterior. Optimista, pensaba que el valor del colesterol sería el deseable. Cuando Lucía lo visitara el domingo compararía las cifras con las de noviembre del año pasado. Desde la muerte de su esposa, la hija era el ojo avizor que monitoreaba la salud de Fabián.
Al cerrar la puerta del ascensor para dirigirse a la salida, lo sorprendió el “Disculpe, caballero” de la empleada que lo había atendido, seguida por quien parecía una amiga. Bajaron juntos y se sumaron a los que aguardaban en el hall a que aflojara la lluvia, mientras la mujer lamentaba haber salido de casa sin piloto. Durante unos minutos los comentarios pasaron de los caprichos del clima a las intrascendencias propias de la circunstancia. Ella aparentaba estar por los sesenta; su vocabulario revelaba a una persona instruida y sus gestos desenvueltos la hacían atractiva.
Ansioso por el cafecito matutino -un hábito inveterado- al ver que el diálogo se tornaba amigable, Fabián creyó apropiado invitarla a la confitería de la cuadra. “Muchas gracias, estoy muerta de frío”, aceptó Angélica. Él se adelantó al fondo del salón porque lo fastidiaba el murmullo molesto de los que alzaban la voz como si padecieran dificultades auditivas. Al comienzo formal y sin sondajes indiscretos, la charla se avivó a la medida del interés de ambos. Pasaron desordenadamente de detalles de sus vidas y ocupaciones al barrio en el que vivían, sin olvidar las críticas a los políticos de turno. Fabián mencionó de pasada que era viudo y Angélica le confesó estar divorciada, con hijos ya grandes. No se molestó al advertir las miradas que ella dirigía a intervalos a sus ojos azules. Había dejado de llover; antes de abandonar el local le entregó su dirección de correo electrónico en una servilletita que Angélica guardó en la cartera haciéndole un guiño cómplice.
En el subte que lo llevaba a Belgrano, su barrio, Fabián, contador al fin, intentó un balance del encuentro. ¿El saldo?, un momento grato y hasta la posibilidad de que la interlocutora ocasional pudiera convertirse más adelante en amiga.
Con el trajín de los días el recuerdo de la confitería en aquella mañana lluviosa se fue difuminando. Estaba en casa por un estado gripal. Solo y aburrido, de a ratos dejaba la cama y enfundado en la “robe de chambre” se concentraba en las carpetas que había traído del estudio o hacía llamadas de trabajo. Encontró entre los papeles la tarjeta de Angélica y anotó en la agenda para hablarle desde la oficina.
- ¿Cómo está, tanto tiempo, no...?, saludó con voz pausada. Ella lo interrumpió sorprendida de que no la tuteara. Debía ser breve porque esperaba a un cliente por un tema impositivo de importancia. Antes de cortar le propuso de encontrarse el próximo sábado en el “pub Matías”, próximo a la estación Belgrano R. Angélica vivía en Villa Ballester y podría llegar sin problemas con el Mitre. De todos modos, quedaron en llamar antes para concertar el horario.
Amante de la ópera y del tango, el padre de Fabián disfrutaba de la genialidad de Verdi y como porteño de ley Gardel lo cautivaba. Le gustaba sentirse acompañado por grabaciones del “Morocho” y tararear sus letras. A la madre Helga, hija de alemanes, le debía el rubio apagado del cabello y los ojos que admiraban las mujeres. Al año de recibido de contador público Fabián se había casado con la hija mayor de los Agopian.
Siendo estudiante universitario, en ocasión del cumpleaños de la hermana se enamoró de su compañera de oficina; en ese entonces, Lucía estaba por cumplir los veintiuno. No en vano la madre había insistido para que se invitara a “la preciosa chica armenia amiga de Gertrudis”. El noviazgo sorprendió gratamente a los padres de Lucía y en especial a la familia de Fabián que no había imaginado para el primogénito una esposa de ese origen. Disipada la circunspección inicial, cuando la futura nuera los visitaba, el padre de Fabián solía entonar “…cómo ríe la vida si tus ojos negros me quieren mirar”. ¡Tributo afectuoso al hechizo oriental de la mujer que había robado el corazón del hijo!
Una cartera apreciable de clientes acreditaba la seriedad y eficiencia del estudio de Fabián. Inteligente y fecundo en iniciativas, el ejercicio profesional le permitía atender sin apremios a la familia y lograr una situación económica deseable.
Su vida matrimonial transcurría apaciblemente y la relación de los padres con la familia de los suegros era ejemplar. Terminado el secundario en el colegio armenio, la única hija –Lucía, igual que la madre– se preparaba para ingresar a la Facultad. Durante años, la esposa había colaborado entusiastamente en la asociación comunitaria cuya comisión de damas presidió por muchos períodos la suegra Agopian.
El fallecimiento impensado de la mujer amada que en un cumpleaños reciente le había escrito en una esquela “Fabián, sos el amor de mi vida”, lo hirió de ausencia. Fue el hachazo cruel a las raíces del roble corpulento. El apoyo psicológico intentó acompañarlo en el duro camino del duelo. Su vida había cambiado y debía continuar sólo, con la llaga que el paso del tiempo -prometían los entendidos- tornaría menos dolorosa. Aunque el recuerdo de la felicidad de otrora le ayudaba a superar las horas difíciles, tenía necesidad de amaneceres esperanzadores. ¿Reducir el ritmo de trabajo, alguna actividad intelectual postergada, integrarse a un grupo de personas de su edad para actividades en compañía,...? Todo lo dejaba para más adelante. ¿Y una nueva relación formal? Instintivamente, borraba la idea apenas asomaba el recuerdo de Lucía.
Conforme a lo acordado, el viernes Fabián llamó a la mujer que hacía poco se había cruzado en su camino.
- Qué tal, Angélica, cómo estás, cómo andan tus cosas? Cumplo con lo prometido y te confieso que el otro día se me escapó de decirte algo. Este sábado es 24 de Abril y tengo que ir con mi hija y el esposo al acto del genocidio armenio. Después almorzaremos en casa de mis suegros; tengo muchas ganas de ver a mi nietito. Seguramente que sabés algo sobre las matanzas de armenios por parte del gobierno turco durante la Primera Guerra Mundial. Ese crimen aún impune es recordado cada año por las comunidades de todo el mundo; en vida de mi esposa siempre íbamos juntos a los actos. Tenés que disculparme; ya estoy anotando para vernos un día de éstos.
- No hay problema, no te preocupes. Algo escuché del tema en una radio y el martes pesqué de casualidad un documental en la tele. ¡Qué salvajes, estos turcos! No pensé que vos estuvieras tan metido; se ve que a tu esposa le tiraba mucho el tema. Que lo pases bien. Espero tu llamado.
Había compartido los ideales e inquietudes de Lucía, heredados orgullosamente por la hija de ambos y lo emocionaba revivirlos. El recuerdo de aquel café a la salida de la prepaga era diferente; Angélica le había dicho “¿Es como un fetiche, no?” para referirse a la alianza que usaba siempre. Era indudable que esas palabras disfrazaban el deseo de que dejara de llevar el anillo. Pese a considerarlas inoportunas, no iba a abandonar un juego al que se había prestado.
Finalmente, quedaron en encontrarse en Juramento, cerca de Cabildo. Fabián regresó temprano al piso de Blanco Encalada y Crámer y fue caminando hasta la confitería. Las dos horas pasaron volando; ella se limitó a una taza de té y apenas probó el triple tostado. La tarde primaveral invitaba a distenderse; indecisos por unos segundos, coincidieron en pasear sin apuro por las veredas sombreadas. Fabián sugirió que lo hicieran por Echeverría; en respuesta ella lo tomó del brazo con aire conquistador y se estrechó a su costado.
Fueron en dirección a la estación y esperaron de pie la llegada del tren. Sin sospechar lo que estaba por sobrevenir, Fabián dudaba de proponerle una próxima salida. Antes de abordar el vagón, sorpresivamente Angélica lo abrazó y le dio un beso... en la boca. Descolocado -hombre de una sola mujer-, de regreso al departamento no acertaba a explicarse si había sido un arrebato de cariño o una velada invitación a que sinceraran el erotismo.
Había temas sobre los que Fabián posaba su lupa perspicaz. Las conversaciones telefónicas, encuentros en confiterías y cenas en restaurantes, películas que él no elegía, promesas incumplidas de viajecitos de fin de semana..., llevaban más de medio año. Ciertas actitudes le despertaban interrogantes y hasta hubo días en los que su compañía le resultó tediosa. Lo iniciado por casualidad tenía un curso sinuoso aunque admitía que con ella pasaba momentos de oasis para su viudez.
Angélica prefería la confitería o el restaurante más caro, los platos de más precio aunque generalmente sólo comía algunos bocados y siempre él debía hacerse cargo de la cuenta.
La semana anterior, en el bar de Ciencias Económicas, le había preguntado sonriendo si lo invitaba a un café; no se le escapó entonces su gesto adusto al sacar la billetera. Variaba poco su forma de vestir y en ocasiones lucía escotes irresistibles a las miradas masculinas. Jubilada con un haber bastante superior al mínimo, ¿planeaba “engancharlo” como proveedor o quizá, usufructuar de la situación económica presuntamente desahogada del buenazo de Fabián?
Amigo de Daniel en los años de la carrera, una vez recibidos y ya casados, los matrimonios compartieron fiestas y veladas familiares. Cuando se reunían en casa de Fabián, Lucía se ganaba los aplausos por el “mezé” (1) y las especialidades de la cocina armenia. Durante algunos años, se desempeñaron como ayudantes de cátedra en la Facultad, cargos a los que renunciaron a causa de los manejos políticos del decano. Solían consultarse cuando había asuntos profesionales complejos y a veces se encontraban en el tentempié del mediodía.
Los familiares de Fabián no sabían de su relación con Angélica; quizá, por ello decidió exponer sus inquietudes a Daniel. Desde el fallecimiento de Lucía había crecido el acercamiento a quien desde años consideraba “amigo de fierro”. Divorciado el año anterior, últimamente Daniel coqueteaba con una contadora del estudio; cuando arreciaban las bromas por su fama de picaflor no dudaba en hacer suya la confesión de Julio Sosa: “en las cosas del amor… nadie sabe más que yo”.
Luego de alusiones festivas al “nuevo amor” de Fabián, le hizo consideraciones que lo ayudaron a clarificar el panorama. Antes de despedirse, lo palmeó casi paternalmente y articulando cada una de las sílabas, le dijo: “Largá esa mina, largala cuanto antes”.
El consejo había sido breve y tajante, a la vez; ahora debía pensar en los términos del mensaje -sin ofensas ni disculpas- que iba a enviar a Angélica. Dilataba el “mail” de un día para otro. Afortunadamente, un llamado grabado en su aparato -“¡gracias, Graham Bell!”- lo ayudó a cortar el lazo que se había tornado inconsistente.
- Hola, Fabián. Hace días que no me hablás, ¿qué te pasó? Bueno, te quiero pedir un favor. Ayer fui al dentista por el tema del que te hablé; terminó de explicarme y acepté el presupuesto de los implantes. Necesitaría que me prestes el importe de la seña. Cuento con vos. Llamame, por favor. Un beso.
(1) Entrada de pequeños platos variados (por ejemplo, puré de garbanzos, niños envueltos en hojas de parra, aceitunas negras aderezadas, etc.).
Roberto N. Kechichian