Historias de nuestra identidad

De Estambul a Buenos Aires

28 de febrero de 2018

Sarkis--Aschian-1Pienso, reflexiono, toda la inmigración que ha recibido Argentina en las décadas del 40’ y del 50’. Los que fueron el fundamento de la riqueza material y espiritual de nuestro país, han dejado atrás años de tristezas, dificultades y marginaciones. Me gustaría contar la historia de uno de ellos, que es mi abuelo, que en una conversación sencilla y colmada de sentimientos, me enseñó que con persistencia y austeridad, uno puede ser infinitamente feliz.

Sarkis Kucuk Beyaz (Sarkís Aschian*), nació en el barrio armenio de Estambul el año 1933, su adolescencia la pasó durante la Segunda Guerra Mundial, fueron años de escasez y de hambre, faltaba de todo. Un día como cualquier otro, compartimos nuestro típico té de las tardes, en el cual pueden surgir charlas desde sobre política y deportes, hasta de filosofías de vida y amor. Mientras llevamos a cabo nuestra religiosa costumbre, sentados en el sillón ante el contemplar de una imponente alfombra persa, me cuenta algunas anécdotas que pueden dar una imagen general de su situación en Turquía.

Su padre estaba en el servicio militar, y sus abuelos, su madre, sus dos hermanos y él dependían de lo poco que podía conseguir su abuelo. Entre suspiros, tanto de nostalgia como de lamento, me dice que las navidades con 7 u 8 grados bajo cero, las festejaban envueltos en frazadas, tomando té y tiritando de frío -muy diferente al contexto de nuestra charla apacible-. A continuación me narra otros recuerdos de su vida en la antigua Constantinopla, uno de ellos me dejó anonadado, sin palabras.

-¿Y qué recuerdos tenés de la escuela dedé? -Pregunto en el marco del relato de varias historias de su día a día en Oriente Medio, dedé significa abuelo en turco.

“Algo que siempre quedará en mi memoria es cuando íbamos a tener la fiesta de fin de año, no podía subir al escenario para recibir mi calificación ya que me daba vergüenza que se vieran los parches en el trasero de mi pantalón, hechos con pedazos de tela que mi madre podía conseguir”. Con esa respuesta de mi abuelo no me queda nada más que hacer silencio por unos segundos hasta que me cuente lo siguiente entre sorbos.

Me relata que cuando tenían alguna herida, haciendo hincapié en las ampollas llenas de pus, su único remedio -el suyo y el de sus hermanos Garó y Armando- era que su abuela les pinchara aquella herida con un alfiler, les saque la purulencia, mastique un pedazo de pan, lo ponga encima de la herida y lo envuelva. Aquel detalle me parece interesante -además de inesperado- porque era una época en la que no estaba extendido el uso de la penicilina para las infecciones. En este momento mi abuela se aproxima al otro sillón para escuchar la conversación y hacerse partícipe. Al haber mencionado lo del pan, mi abuelo recuerda otra costumbre bastante ajena a nuestro mundo occidental.

 “Todos los meses pasaba el inspector trayéndonos un cupón para cada miembro de la familia y así poder cambiarlo por 100 o 150 gramos de pan. La tarea de ir a la panadería para recibir el pancito que nos correspondía era mía y de mi hermano mayor -Garó-, delante de la panadería había una muchedumbre de treinta o cuarenta personas, todos sucumbiendo de hambre, esperando a la salida para arrancarnos un pedazo de pan”, cuenta mi abuelo sin olvidar ningún detalle.

 “¿Pero siempre era así?”, pregunto quizás un poco consternado por tal realidad.

 “Todos los días había gente que esperaba hambrienta afuera, pero con mi hermano teníamos una técnica. Él metía el pancito debajo de su camiseta y nos abrazábamos entre la muchedumbre caminando como cangrejos para salvar nuestro pancito”. Los tres nos reímos por esa ingeniosa e inusual imagen, sin quitarme el asombro por las condiciones en las que vivían.

Sarkis-aschianY así sigue con el relato de varias anécdotas impresionantes, como cuando juntaban pedazos de vidrio y los metían dentro de latas, las cuales vendían en un galpón del barrio gitano por 5 Kuruş –fracciones de lira, equivalentes a nuestros centavos-. Concluye con que eran años de tristezas, de dificultades, de discriminaciones, pero contaban con el amor de sus mayores y por su inmenso respeto hacia ellos. Eran familias que podían vivir dignamente en su pobreza.

En 1949, con 17 años, toma el barco rumbo a Marsella, hacia una nueva vida. Cuando se alejaba veía cómo la cúpula de la iglesia bizantina de Santa Sofía se perdía en la lejanía y en una espesa bruma, sentía que sus años de infancia y adolescencia también se alejaban de la misma manera.

Terminamos nuestro té y seguimos el recorrido histórico de la vida de mi dedé. A fines del mes de septiembre, desde Marsella se embarcan al Transatlántico Campana que era un buque construido en la primera década del siglo pasado, este era su último viaje, era un barco viejo y oxidado que iba ir a desguace -durante la guerra había servido para transporte de tropas, luego se lo utilizó para transportar inmigrantes-.

Tienen que pasar un duro viaje, pero finalmente llegan a la Argentina y así comienza el primer día de mi abuelo en nuestro país. Se instalan en un departamento chico que les había alquilado su primo -quien había emigrado un tiempo antes, al igual que su hermano-. El lugar se encontraba entre las avenidas Francisco Beiró y Gral. Paz y a la mañana siguiente salen para conocer el barrio y no pueden ocultar su asombro, había una feria y se pararon a observar.

“En la feria había diversas carnes colgadas con algunos embutidos, cuando la gente terminaba de comprar, le regalaban hígado, corazón, entre otras vísceras, cosas que en Estambul valían muchísimo. En los puestos de verduras ocurría lo mismo, venían con su carrito y se llevaban de todo, era todo un descubrimiento para nosotros. Algo inconcebible era ver a un grupo de chicos jugando al fútbol con un pancito, ese pancito que tanto valía en mi tierra natal”. Estaban soñando, todo lo que veían parecía irreal.

Hace tiempo que sabía que apenas llegaron, todos consiguieron trabajo, mi abuelo y su abuelo en una imprenta, su padre en una zapatería, su hermano en la fábrica Sudamtex, su madre y su abuela cosiendo botones y ojales en casa para un taller, en fin, esta tarde me manifiesta que todo era perfecto, ni siquiera tuvieron grandes problemas con el idioma, ya que era una época de mucha inmigración y todos hablaban el castellano con sus acentos y sus respectivas equivocaciones, así que no tenían de qué avergonzarse. Finalmente, luego de tanto recuerdo, le da una conclusión a la conversación que me gustaría mostrar en sus palabras, da una idea más del contexto social de la Argentina de ese tiempo:

“Los tiempos transcurrieron en paz, a los tres años pudimos dar el anticipo para una casa en Ciudad Jardín con el Plan Evita. Mi adolescencia pasó en los años oscuros de la guerra, pero mi juventud la pasé en la década de los 50, la década gloriosa de la justicia social en Argentina”, dice.

Es muy difícil para mí, y para él también lo fue, entender cómo podían existir dos mundos tan pero tan diferentes y pasar de uno a otro tan drásticamente. Poner la mesa con abundante comida después de vivir la miseria en carne viva, salir de la tristeza a la felicidad, del odio al amor, de la discriminación al abrazo del hermano.

Al ver y escuchar el entusiasmo que tiene en cada charla donde me deja todas sus experiencias para que me acompañen en el camino y en la construcción de mi persona, solo me queda la responsabilidad de dejar un humilde registro de esto, y ojalá que todos los nietos puedan sentirse tan honrados e identificados como yo con cada paso de mi abuelo.

Han pasado casi setenta años desde su llegada al país, actualmente él es uno de los referentes de la cultura indígena argentina, debido a su rica y extensa obra expuesta en diferentes países y a su cargo como Secretario de Cultura de A.I.R.A – Asociación Indígena de la República Argentina-.

Aram Kucuk Beyaz            

*Sarkis Ashchian, reconocido pintor y orfebre de la comunidad.

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