Desde Armenia, Magda Tagtachian en busca del origen: Un relato íntimo y a corazón abierto

07 de abril de 2023

Escribí Rojava porque me interesaba -me interesa-la valentía de esas milicianas en el Noreste de Siria, que salieron a defenderse de la brutalidad de Estado Islámico en una zona permanentemente amenazada, también por el régimen de Erdogan.

Había otra razón particular. Sentía la necesidad de“iluminar”, de conocer en profundidad Siria donde se refugió mi abuela Armenuhi y la familia tras sobrevivir al Genocidio que el Imperio Otomano perpetró contra el pueblo armenio entre 1915 a 1923. Quería “ampliar” la mirada. Porque mis dos novelas anteriores, Nomeolvides Armenuhi, la historia de mi abuela armenia y Alma Armenia están focalizadas en el pueblo armenio. Pero mi corazón, mis ojos, mi alma gritaban por buscar más allá. 

Para narrar Rojava, una ficción basada en investigación periodística, estudié el funcionamiento de las Unidades Femeninas de Protección Popular en el Kurdistán sirio, esta administración autónoma. Rojava significa “poniente” en kurdo. En este territorio surgió además el Movimiento de Liberación de la Mujer, liderado por las jóvenes kurdas. Movimiento que se ha extendido ahora a varios países de Europa, a donde han emigrado principalmente porque el pueblo kurdo es perseguido por el régimen de Erdogan, en Turquía, y en Siria por Bashar al Asad. Además de aprender de autodefensa, reeducarse fuera de los mandatos del patriarcado -haciéndolo junto a los varones-, estas mujeres representan un factor de cambio en la sociedad. Lo estudian en todo el mundo como fenómeno de organización política, social y cultural. 

Jamás imaginé que Rojava me traería a Armenia y no mis otras novelas. Escribí la totalidad de la obra en pandemia y cuando terminé de teclear las casi 400 páginas, una semana después, el 27 de septiembre de 2020, amanecimos con la noticia de que las fuerzas de Azerbaiyán habían invadido y abierto fuego sobre la República Autónoma de Artsaj, dando comienzo a la guerra de los 44 días, que culminó con la pérdida de las dos terceras partes del territorio históricamente armenio -cedido por Stalin de forma arbitraria a Azerbaiyán en épocas de la Unión Soviética-. La guerra dejó también un saldo de cinco mil soldados, chicos muy jóvenes armenios, caídos en el frente. Toda una generación perdida, y las fronteras aún sin delimitar. Corregí mi novela Rojava con la angustia de vivir en paralelo-y desde Argentina- la guerra de Artsaj. Paradójicamente sabía que esa sería mi siguiente novela: Artsaj.

Lo que no imaginé es que ese invierno en que se publicó Rojava, la misma semana que llegó a las librerías de Argentina recibiría un llamado de la editorial Newmag de Armenia para traducir Rojava al armenio y publicarla en la Madre Patria. Juro que cuando leí el mail pensé que era una broma o uno de esos correos “basura”, que nos hacen saltar de ilusión y deshacerla en segundos. Recién cuando tuve en el zoom al CEO de Newmag Publishing House, Artak Aleksanyan, en su oficina de Ereván aspirando hondo un cigarro que adivinaba negro como se fuma en Armenia, caí en la cuenta de que no estaba soñando. Entendí que la propuesta iba en serio y que sólo faltaba que se hiciera realidad. Soy precavida. Fatalista quizá. Esto también lo analicé en terapia, de grande, con el tema del Genocidio.

La cuestión es que, pandemia y guerra mediante, llegó el momento de presentar Rojava en Ereván –la hora del “Rojava tour”, como lo denominó mi editor Aleksanyan. Así es como me enviaron los pasajes y mi panza empezó a crujir como cruje cuando algo nuevo y fuerte se acerca, cuando una bomba de emociones amenaza desordenada y empieza a crecer. Comencé a tachar los días para mi tercera llegada a Armenia. 

Además de presentar la novela, tenía motivos muy íntimos para volver a pisar la Madre Patria. Había estado en 2016 cubriendo la visita el Papa Francisco mientras “Nomeolvides Armenuhi” se imprimía en la planta de Penguin Argentina. Luego viajé en 2018, para el Centenario de la Primera República de Armenia, invitada por mía tía, Alicia Tagtachian. Ella regresaba a Armenia después de veinte años. Tenía 83. Cuando llegó el momento de tomar el vuelo a Ereván, mi mamá, Beatriz Balian agonizaba despidiéndose de este mundo. Fue la decisión más difícil que afronté en mi vida. Subirme a ese avión. Despedirme de mamá y pedirle que me esperara. Lo hice. Y Bea cumplió. En Armenia, claro, me broté completamente. Una urticaria del demonio no me abandonó el cuerpo por dos años, casi tres. Regresé, le di los regalos a mamá y ella partió no en cualquier fecha. Lo hizo el 28 de mayo de 2020. El día del nacimiento de la Primera República de Armenia. Dos años después de ese viaje con Alicia.

Escribo con un nudo en la garganta. Hace más de un mes y medio que estoy viviendo en Ereván. Me lo repito y no puedo creerlo. O sí. Hace unas semanas planté unas flores en mi jardín. ¡Ah! Me olvidaba. Me mudé a una casita soviética cuando decidí “extender” mi estadía. Por eso digo “vivo”. Mientras cavaba la tierra con cuchara y tenedor -porque no tengo otros elementos- me choqué bajo el suelo con esas piedras, cantos filosos que constituyen el basamento de Armenia. Armenia dura y rasposa. Armenia ancestral. Algunos me cortaron la piel. Literal. Sentí la herida. Sentí el ardor. Sentí miedo. Sentí. Y seguí cavando. Al fin logré remover la tierra y hacer lugar para depositar la amapola que había comprado junto con otras flores violetas que elegí en un puesto de la calle, cerca de la Opera. No le entendí bien a la señora qué flor era, pero me dijo que la llevara, que su hija vivía en Argentina. Me miró con unos ojos azules muy profundos. Los míos se llenaron de lágrimas. Los de ella también. 

Estoy aprendiendo a hablar armenio, no alcancé a entenderla por completo, pero su mensaje me traspasó. A los pocos días, la flor violeta sacó otra, una hija o una hermana, y las dos crecen fuertes y sanas en mi jardín. Me gusta decir “mi” jardín, aunque obviamente no es mío, pero sueño y me gustaría que lo fuera. Las estoy mirando ahora a las flores, a la amapola roja anaranjada y a la violeta sin nombre -debería ponerle el de la hija de la señora de los ojos azules-, mientras tecleo en el patio de “mi” casa, rodeada de “mis” mantas de Medio Oriente. Nada es mío. Pero ahora todo es mío. Por ahora. Tecleo frente a una taza de té de naná, hojas de menta de Armenia, sobre un mantel haygagan -motivos armenios- que por supuesto compré en la Vernissage, la gran feria de artesanías y recuerdos en el centro de Ereván. Mi mantel, este sí es mío, tiene un diseño de granadas -nur- abiertas por la mitad, con las pepitas o rubíes que se esparcen por el género y me recuerdan a mi abuelo Yervant Tagtachian cuando abría la fruta en Villa Urquiza y saltaban las pepitas rubí sobre la mesa de fórmica blanca. La ceremonia ocurría después del almuerzo de cada domingo. Con mis hermanos nos llevábamos a la bocaesas pepitas que eran gemas preciosas y dulces. Un poco agrias también. Sacudían el cuerpo. Ahora lo entiendo. Comíamos armenidad. Tambiénnuestra historia familiar silenciada, porque nada de eso se hablaba en casa de Armenuhi. No se hablaba de las matanzas. No se hablaba del doble escape milagroso de Aintab: primero escondida en la alforja del burro cuando Armenuhi tenía un año y medio. Y luego a los siete años cuando su padre -el bisabuelo Housep- la arrojó del tren para salvarla. Ese convoy, lleno de armenios hacinados que los abandonaría en el desierto de Der Zor, donde ocurrieron las caravanas de la muerte y los armenios desfallecían de hambre, de sed, a punta de látigo y fusil, vejadas las mujeres y fusilados los varones. 

Al mantel que cubre la mesa donde escribo - mi improvisado escritorio-lo completan unas guardas vistosas que componen el alfabeto armenio. Ahora puedo distinguirlas porque empecé a estudiar la lengua hace tres años. Y, aunque todavía no hablo y entiendo frases sueltas, me embarga la emoción poder leer las etiquetas del supermercado o hacer las compras y conversar con la vendedora de panes, o en la carnicería, la verdulería o con la cajera. 

La presentación de Rojava fue un éxito. Estaba programada una gira de dos semanas,pero se sumó una más cuando surgieron más medios interesados en la novela y su autora “argentino armenia”, de visita en Armenia. Rojava venía de tres ediciones en Argentina, liderando ventas, pero en Armenia fue recibida de manera tanto o más fervorosa. En la segunda quincena de febrero, cuando se lanzó, agotó la mitad de la tirada. En Argentina, la guerra, la autodefensa y la formación militar son temas lejanos. Muchos lectores -incluso en Armenia- desconocían la actualidad de Rojava y la lucha de sus mujeres. Pero en Armenia, la guerra es un hecho cercano, latente, dolorosamente natural. El corredor de Lachin lleva más de 110 días bloqueado.Desde hace casi cuatro meses no ingresan a Artsaj ni medicamentos, ni comida. Desde el 12 de septiembre de 2022, el régimen de Aliyev cortó la única vía que une a los 120 mil armenios de Artsaj con Armenia y a través de Armenia con el resto del mundo. No sólo han quedado incomunicados, sino que sufren la opresión y la asfixia de un régimen que dice públicamente que Artsaj es Azerbaiyán y que llama a Armenia -territorio soberano reconocido por la ONU-, “Azerbaiyán Occidental”. Un régimen que corta permanentemente en Artsaj la tubería de gas y la energía eléctrica -aun en el invierno más crudo- y que declara que el Corredor de Lachin “no está cerrado”. “Que está abierto para los armenios que se quieran ir”. Pasaje de ida. Sin retorno. Sin retorno a las tierras donde los armenios viven ancestralmente, donde han pasado tres guerras -con la advertencia latente de una cuarta- y donde yacen sus seres amados que defendieron con su sangre nuestro suelo. 

En medio de este clima de dolor, las preguntas en cada reportaje tenían una cercanía, un interés diferente, especial. Algo que sólo conoce la sangre amenazada. Venía de Madrid, donde presenté mi última novela Artsaj (Penguin Argentina, Plaza y Janés, 2022) y donde las autoridades de Azerbaiyán se dignaron a enviar una carta con amenazas a la Universidad Complutense donde se realizaría la presentación en la Cátedra de Estudios Armenios. La carta intimidatoria con falsedades y la retórica típica de Azerbaiyán no puede defender con argumentos aquello que mienten y acusan. Buscan amedrentar y utilizar el lobby del caviar y del poder. La presentación se hizo a sala llena. 

Enseguida volé a Ereván y me sumergí en el “Rojava tour”, un tsunami de emociones. No sólo por las presentaciones, por la emoción de ver, tocar y oler mi novela en tapa rígida -edición de lujo- traducida al armenio, alfabeto creado en el siglo V por Mesrob Mashtots -dicho sea de paso, vivo a media cuadra de la Avenida que lleva su nombre y a metros de Matenadarán que alberga los manuscritos armenios más antiguos, siglos y siglos de historia me rodean y que piso y me llenan de orgullo y energía cada mañana. Como estas rocas que sustentan mi jardín y mis flores. Y, mientras comenzaban a llegar también las cartas de los lectores armenios que devoraban ¡en días! Rojava en armenio, por supuesto, mi emoción crecía. Crecía y creció a la par también, la necesidad de extender el viaje. Lo dije antes. Pero no lo expliqué. Creció y crecía a necesidad de darme tiempo. Tiempo para estar. Para acomodar mis emociones o simplemente dejarlas fluir. Para que suceda lo que tendría que suceder. ¿Qué? No lo sé. Nadie lo sabe. Pero necesitaba, necesito, sentirlo. El cuerpo me golpetea cada día con algo distinto. No es fácil estar en Armenia, pero también resulta una experiencia fuera de serie. Vine a presentar Rojava. Pero sé que también vine a conectar con Armenia de otra manera. Vine a conectar con mi alma. Vine con el corazón y el pecho abierto. En estos casi dos meses que llevo en Ereván, he pasado por momentos de total incertidumbre en lo personal, de dolores físicos y del corazón, pero con la certeza de que los debo atravesar. Valiente no es quien no tiene miedo sino quien decide atravesarlos.

Y Armenia se las trae. Siempre se las trae. Trae, por ejemplo, a mis padres. No hay día que no los recuerde. Hablo con ellos. Con Beatriz y con Jorge. ¡Si notaran el lío que estoy haciendo! ¡Si me vieran mis abuelas! Pienso en mamá ahora que escribo con la taza de té al lado como lo hacía ella. Pienso en la abuela María Yelanguezian Balian. María si me descubrieras cavando en el jardín como lo hacías en la quinta de Malvinas Argentinas, adonde íbamos cuando era una niña y no me separaba de vos. ¡Cómo disfrutaba! No tenía idea de tu triste historia. Cuántas preguntas te haría hoy. Será por eso que te recuerdo, que te siento, que te veo recorrer con guantes y tijera en mi jardín como en el tuyo, con la mirada afilada y atenta a los árboles de damasco, ciruelos, a tu parral. A tu pequeña Armenia. A tu Gran Armenia. La misma Armenia que tengo ahora frente a mis ojos y que piso mientras tecleo. Esta Armenia que vos nunca pisaste ni quisiste porque también dejaste todo en Marash, cuando mataron a toda tu familia y tu papá te dejó en un orfanato en Beirut para no verte nunca más.

Cada mañana salgo al patio para mirar las hojas que brotan en el parral. Cuando vine a ver esta casa por primera vez era un domingo gris y lluvioso. Ni una hoja. Ni un verde. Ni un brote en este árbol que empieza estallar en primavera. No le creí a quien me aseguró que brotaría en abril. Una de mis mayores alegrías cada mañana es levantarme, abrir la puerta, salir y ver de cerca las hojas. Podría contarlas una por una. Las vengo siguiendo desde el primer brote. Como mi abuela María. Por si fuera poco,también vengo siguiendo los árboles de mi amorosa vecina. Espío su jardín por encima de la medianera. Charlamos. Nos sonreímos. Ella tiene un damasco que está todo en flor. Flores blancas por donde pululan las mariposas del mismo color. Las almas de mis abuelas, de mis abuelos, la de mis padres, la de Alicia, todas están aquí. Apuesto a que habitan esta mariposa que revolotea y no se quiere ir. Querrá saber qué escribo. Querrá acompañarme. Me están acompañando. ¡Querida Alicia!,cómo te extraño. Partiste diez días antes de que me tomara este avión. Fui, fuimos afortunadas, al poder despedirnos. Recuerdo que te abracé mucho y te conté que viajaba a Armenia. Tenía miedo de qué me ibas a decir. Recuerdo tus últimas palabras. No las voy a compartir. Las llevo conmigo. A los cuatro días te internaron y a los dos días tu alma voló. ¿Sabés algo? Te escuché acá en Ereván, susurrándome al oído días atrás, cuando compraba la torta gatá, o katá en armenio oriental.Recordé cuando la probé por primera vez con vos, aquí en Armenia.  Cuando la probé ahora de nuevo. Te imagino comentándome cada ingrediente. Riéndonos juntas. Confesándonos. Imagino tu veredicto ante cada sabor. 

Todavía me quedan algunas semanas más en Armenia y alguna presentación más con lectores. Qué alegría que se sigan sumando. Cada mañana es una aventura. Mis venas estallan como el parral y se van llenando de más y más armenidad. Conozco cada ventana de mis vecinos. La ropa que cuelgan en las fachadas soviéticas oscuras, de piedra tufa y con las ventanas de marcos desencajados. Quisiera meterme en cada uno de esos hogares. Conversar con ellos. Con algunos ya cambiamos saludos por la calle. 

Todavía tomo agua mineral porque mi cuerpo no se acostumbra al agua del grifo o la que sale de los bulbulats, los bebederos que están por todo Ereván y de donde brota agua fresca de la napa más pura. A alguna gente no le pasa nada y a otros Armenia los atraviesa como una lanza de la historia. Es mi caso. Trato de vivir en presente continuo. De no hacerme problema ni imaginar el futuro que nadie puede controlar. Hace muchísimo tiempo que tenía ganas de vivir esta experiencia. Quedarme en Armenia. Al fin llegó. El futuro dirá. 

Mientras Rojava sigue girando, me sorprendo cuando me reconocen por la calle porque “me vieron en la tele”. En Ereván vive un millón de personas. “Sos famosa en Armenia”, me dijo mi editor y otra vez no le creí. El primer día la señora a la que le compro el pan, exclamó: “Te vi en la televisión”. Otro día, mientras hacía un vivo de Instagram “como turista” en la Vernissage - otra vendedora y su marido me advirtieron: “¡Sos la escritora argentina armenia!”. Asentí con pudor sonriendo y me regalaron un prendedor y un llavero con una granada, la nur. La misma fruta de mi mantel. La fruta de mi abuelo Yervant Tagtachian. La fruta de Armenia.

Mi vecina con el jardín más hermoso también me invitó a su casa tomar un café. A las 12 del mediodía bebimos el surch, con la mesa cubierta de frutas frescas, chocolates, empanaditas de queso y otras de Nutella. Su marido invitó con cognac armenio, por supuesto. Yo apenas tomé el surch. Mi vecina trajo a sus nietos -de cinco a 12 años- que nos ayudaron con la traducción “armenio- inglés”. 

Todo es distinto y especial en Armenia. Todo es fuerte y desbordante. Se me enfrío el té porque llevo escritas cuatro páginas sin parar. Elevo la vista y veo más hojas verdes, pequeñas en la gran parra. Me pregunto cómo será en pleno verano. Cuando no esté. Me da un poco de pena. Me imagino cómo caerían sobre este mismo escritorio improvisado los racimos de uvas. Quisiera verlas. Olerlas. Tocarlas. Probarlas. Le voy a pedir a Asdvatz, Dios, a quien últimamente nombro mucho, que me regale esa posibilidad si él la considera…

La mariposa blanca sigue dando vueltas. Se confunde con las flores del apricot, damasco, de mi vecina. El sol se va. Un gato bien alimentado y atigrado deambula por los techos de los garages de chapa soviéticos. Ya somos amigos. ¡Ah! Y planté otras flores.Unas yerberas, como le gustaban a mamá Bea. También las planté con cuchara y tenedor. Van bien. Nunca planté en mi vida. Si me viera la abuela María, ¡otra vez! Tengo ganas de llorar. Tengo ganas de hablar con ella. Con mamá también. Con Armenuhi. Con Alicia. Con papá. Hablo con todos. Y con papá especialmente cada vez que me topo con los escombros que se desparraman por cada rincón de Armenia. Todo piedra. Piedra. Roca resistente. Pueblo eterno el armenio. Piedra de cruz y jatchkar.

También se me aparece papá cuando identifico los zócalos mal terminados igual que las ventanas. Me vienen a la cabeza las frases que pronunciaba cuando era muy chica. Hablaba de la típica arquitectura soviética y se le hinchaba el pecho de alegría y entusiasmo. Jorge Tagtachian vino a Armenia en 1978 y en 1995. Aquella última vez, llegó en misión con los Cascos Azules para aportar sus conocimientos como arquitecto en la construcción antisísmica. El terremoto de Gyumri, en 1988, dejó más de 30 mil muertos y personas que aún hoy viven en contenedores. Aquel invierno de 1995, de regreso a Argentina, papá pasó por Madrid donde yo vivía y trabajaba como corresponsal para Editorial Atlántida, antes de entrar al Diario Clarín. Pasamos dos semanas juntos paseando por los Museos, admirando a Picasso, y yendo a la plaza de Chinchón en las afueras de Madrid a comer pan con manteca y ajo. 

Busqué y miré esos álbumes de fotos antes de venir a Armenia. Lloré sobre el papel. Todavía me reprocho y me pregunto por qué no le hice más preguntas. Por qué no hablábamos de Armenia. O sólo hablábamos de arte y comidas. No es poco. Me dejaste muchísimo, papá. Te fuiste en 2012 y todavía estás a mi lado, rodeada de escombros que separo amorosamente en el jardín, recordándote en cada piedra, en cada iglesia, en cada jatchkar. Papá, cómo quisiera contarte que estoy por tercera vez en Armenia. ¡Una vez más que vos!Hay días en que lloro sin parar. Que te hablo y espero tus respuestas. Las voy a seguir buscando. Me dejaste mucho. Me dejaron muchísimo por hacer, queridos abuelos, papá, mamá -que hablaste tan poco porque tu pasado fue mucho más terrible que el de Armenuhi-.  Prometí no llorar cuando me senté a escribir. Ya estoy fallando.

El sol sigue su descenso y la mariposa blanca no para de bailar. El té ya está helado, pero la taza haygagan que me compré lo disculpa. Voy por la página cinco y me pidieron una pequeña semblanza de mis presentaciones en Armenia. No sé escribir corto. “Escribí más breve”, me regañaba Alicia. 

Cuando vuelva las uvas y el árbol de parra quizá me tape la vista y me llegue a las narices. ¿Cuán profundo se puede ir si nos dejamos llevar? En eso estoy.

Magda Tagtachian
Escritora
y periodista

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