Opinión

El abuelo de Boris y la madre del borrego

03 de diciembre de 2020

Hace ya más de un año, al despedirnos luego de un cordial encuentro, una persona de larga trayectoria política en su país y en el ámbito europeo, a modo de “pedido” me dijo: “transmítanles a los dirigentes armenios que se dejen de chácharas. Artsaj debía ser parte integrante de la República de Armenia desde el primer día. Si no lograron hacerlo entonces, al menos que lo hagan ahora, antes de que sea demasiado tarde”.

Durante treinta años, esta cuestión fue analizada por políticos, diplomáticos, gobiernos y ministerios. ¿Qué se debía hacer con Artsaj a partir de 1991, cuando tanto Armenia como la entonces región autónoma de Nagorno Karabaj declararon su independencia, la primera de la URSS y la segunda de la RSS de Azerbaiyán de acuerdo a las disposiciones de las leyes soviéticas?

Los dirigentes políticos armenios llegaron a la conclusión de que la mejor forma de enfrentar la situación -para no quedar a contramano de los principios internacionales sobre la inviolabilidad de las fronteras e integridad territorial de los estados- era bregar en la mesa de negociaciones por el reconocimiento de la independencia de Artsaj en base al principio de la libre determinación de los pueblos.

Sin entrar en detalles y para no excedernos demasiado en datos y acontecimientos de las últimas tres décadas, digamos que esta teoría prevaleció tanto a nivel estatal en Armenia como en Artsaj, así como en los esfuerzos de la diáspora, hasta el día de hoy. La reciente resolución del Senado de Francia de pedirle al Poder Ejecutivo de su país que reconozca la independencia de Artsaj, es la única resolución a nivel nacional e internacional que se ha conseguido desde 1991 a la fecha. Sin desmerecer las numerosas declaraciones de apoyo de municipios, gobernaciones, parlamentos y cámaras regionales de muchos países, entre ellos de la Argentina y de Uruguay.

No es tarea fácil que un gobierno, sea del país que sea, reconozca a una república autoproclamada. Ni siquiera Armenia lo ha hecho durante todo este tiempo “para no dificultar el proceso de paz”. Esa es la respuesta que siempre se ha dado a los interlocutores de las cancillerías y de los parlamentos extranjeros. Argumento que difícilmente ha logrado convencerlos… ¿Es razonable pedirle al resto del mundo que proceda al reconocimiento de aquello que ni la República de Armenia se ha atrevido a reconocer?

Pero con sólo echar un vistazo a los sucesos en el plano internacional, nos encontramos con que repúblicas autoproclamadas independientes las hay en muchas latitudes y que algunas de ellas fueron reconocidas por la comunidad internacional. El ejemplo más elocuente en pleno continente europeo es el de Kosovo, región histórica de Serbia que hoy es un Estado reconocido por numerosos países en base a ese mismo principio que siempre le han negado a Artsaj: el de la libre determinación de los pueblos.

No es correcto hacer paralelismos ni generalizar porque cada caso es particular y tiene su trasfondo histórico y político específico. Lo que pretendemos con el ejemplo de Kosovo, es simplemente constatar que cuando los intereses de algunos países lo requieren, esos mismos principios de la inviolabilidad de las fronteras y la integridad territorial pasan a ser letra muerta.

Claro que también existen anexiones de facto de territorios de un país por otro. Así, hemos sido testigos en las últimas décadas de muchos casos, algunos de ellos muy recientes. Pero nuestra intención, una vez más, no es hacer comparaciones porque sabido es que los poderosos ejercen su poder para lograr sus objetivos y desconocen alevosamente el derecho internacional que imponen a los más débiles.

A la luz de los últimos trágicos acontecimientos que ha vivido el pueblo armenio, deberíamos reflexionar también sobre esta última cuestión. ¿Fue acertada la política de bregar durante treinta años por la existencia de dos Estados armenios independientes, cuando en la práctica estaban unidos?

Muchos alegarán que a posteriori, es fácil hacer conjeturas del tipo “si hubiéramos hecho esto, eso o aquello, hoy no estaríamos como estamos”. Pero ¿cómo analizar si no el tema que a nuestro entender es el quid de la cuestión?

Es imprescindible abrir un paréntesis y traer a cuenta un dato histórico de suma relevancia. En 1919 el Gral. Antranik estaba junto con sus fuerzas a las puertas de Artsaj. Era cuestión de horas entrar al territorio histórico armenio y anexarlo a la República independiente. A último momento los oficiales ingleses, presentes en ese entonces en el Cáucaso, convencen a Antranik de que no avance y que espere a la Conferencia de Paz de París, donde “todos las cuestiones pendientes serían resueltas…”.

La intervención del ejército inglés –sin duda a pedido del Foreign Office- tenía sus motivos: no disgustar a Azerbaiyán y asegurar los intereses del Reino Unido sobre el petróleo de Bakú y los recursos minerales –el oro- de la región de Artsaj. La posterior sovietización de todo el Cáucaso echó por la borda los planes de Londres.

Hoy la historia se repite. Cien años después la política inglesa ha vuelto a la carga en la región. Con la diferencia de que ahora no tiene ejército propio allí. Pero ¿qué mejor que llevarla a cabo a través de su aliada Turquía? Que el abuelo de Boris Johnson fuera turco es sólo un detalle. Lo esencial es que los intereses geopolíticos de ambas coinciden una vez más: Ankara quiere completar su proyecto panturánico y Londres asegurar nuevamente su protagonismo en la región petrolera del Mar Caspio y en Azerbaiyán. La creación de un engendro panturquista que se extienda por toda el Asia Central hasta China, no es sólo el sueño de Erdogan sino también el de una Inglaterra hoy enfrentada al gigante asiático, a Rusia y a Irán.

Para lograr la concreción de ese plan era necesaria una guerra que separara y cortara de cuajo los territorios de Artsaj de la República de Armenia y acabara definitivamente con la presencia milenaria de los armenios en esa región. Después de todo, Turquía tiene una vasta experiencia en la materia… Sumado a todo ello, los intereses de la OTAN (léase EE.UU.) y de Israel por ocupar posiciones cerca de la frontera con Irán -hasta ese momento bajo control armenio- explica la actitud de ambos países y de la Alianza Atlántica durante el transcurso de la guerra. Conflicto que dicho sea de paso, nada tuvo que ver con lo religioso pues el mundo árabe musulmán, en su gran mayoría, criticó la intervención de Ankara en la agresión armada azerí contra Artsaj.

Para aquellos que se apresuren a decir que no hacemos más que oír cantos de sirenas sobre “teorías conspirativas de fuerzas externas que pretenden destruirnos”, hay un dato real y concreto que no podemos pasar por alto: durante la guerra contra Artsaj, los tres países que presiden el grupo de Minsk –Rusia, Francia y los EE.UU.- al ver fracasados sus intentos individuales de mediación para la obtención de un alto el fuego -violado en las tres oportunidades por Azerbaiyán- intentaron que el Consejo de Seguridad de la ONU votara una resolución “equilibrada” reclamando a ambas partes el cese inmediato de las hostilidades.

En ese momento el proyecto de resolución no prosperó debido a la negativa de uno de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad quién amenazó con hacer uso de su derecho de veto. Si tres de esos miembros permanentes eran los patrocinadores del proyecto y si China no se opuso, ¿quién quedaba?… pues el Reino Unido. El por qué, habrá que preguntárselo al eternamente despeinado Sr. Johnson. En su momento, curiosamente las agencias occidentales de noticias no aclararon de qué país se trataba. Lo cierto es que Turquía y el Reino Unido fueron los únicos que se opusieron a reclamar el cese del conflicto armado.

Muchos analistas aseguran con razón, que Moscú desbarató en parte ese plan conjunto anglo-turco porque intervino a último momento con sus fuerzas de paz y logró así evitar el vaciamiento total de Artsaj. Sea como fuere, la única perdedora fue Armenia y por supuesto, Artsaj, que vio reducido su territorio a la mitad de lo que fuera en la época soviética con la consecuente pérdida de riquezas naturales y recursos económicos esenciales, además de la tremenda crisis humanitaria.

Tal vez ya sea hora de registrar que la creación de un segundo Estado armenio durante todos estos años fue, quizás, un gran error estratégico. Y de nefastas consecuencias. Una Artsaj integrada desde un principio a Armenia –o en su defecto, reconocida oficialmente por Ereván- hubiera tenido hoy otra suerte, incluso por el hecho de que Rusia hubiese obtenido el derecho de intervenir en la guerra desde el primer momento, debido al acuerdo de seguridad firmado con Armenia. Eso no quita de ninguna manera, que si Armenia no estaba debidamente preparada para la guerra -como acaba de confesar el propio Pashinyan- era utópico pensar que los soldados rusos vendrían a reemplazar a los efectivos armenios…

Pero lo más grave es que el plan panturánico y anglosajón sigue su curso y ya empieza a acechar a ambos lados de esa pequeña franja de territorio armenio llamada Zankezur –hoy región de Syunik- bastión que separa a Turquía de Azerbaiyán y que no pudo ser arrebatado en 1920 gracias a la heroica resistencia armenia. El último punto del acuerdo tripartito del 9 de noviembre no es casual. Unir el camino de Najicheván con Bakú por sobre el territorio de Armenia en la zona de Meghrí, es sólo el primer paso.

Más allá del factor externo, que ha sido decisivo en toda nuestra historia antigua y reciente, la madre del borrego de la derrota sufrida sigue estando puertas adentro. Y hasta que no lleguemos a conocer fehacientemente quiénes colaboraron –por acción u omisión, con negligencia o dolo– con los planes elaborados por los servicios de inteligencia en Londres y en Ankara, nuestra historia seguirá repitiéndose.

El precio que hemos pagado en vidas y en pérdidas territoriales es demasiado alto. Tendremos que estar alertas y no bajar la guardia. No podemos permitir que nos vuelva a suceder.

Ricardo Yerganian
Exdirector del Diario Armenia

Compartir: