#LeyendasConfinadas: El pez de la cabeza de oro

13 de abril de 2020

La literatura armenia escrita precedió a la creación del alfabeto gracias a la tradición oral de carácter mítico y épico. Así, la ubica a principios del siglo V. Tópicos como en la leyenda que presentamos, reyes, oro y peces como equivalentes de poder, se continuarán por siglos. Anónimos en su mayoría, estos relatos marcan una cartografía de nuestra propia cultura sellando una identidad bien delineada.

En cierto país, enceguecía un rey. Por fortuna, pasaba por ese reino un viajero solitario quien le prometió que se curaría de su ceguera siempre y cuando, y dentro de los próximos cien días le trajeran un pez de la cabeza de oro, de los que se encuentran en el Gran Mar. Entonces, él mismo, con la sangre del pez, prepararía un ungüento que le devolvería la vista de inmediato. También indicó que al cumplirse los cien días, continuaría su viaje.

El hijo del rey, que tenía la buena intención de conseguir ese milagroso pez para curar a su padre, se marchó con un grupo de hombres al Gran Mar. Cuando por fin pescó un pez de la cabeza de oro, ya era muy tarde para llevárselo a su padre. Y aunque el príncipe deseara regresar a la ciudad y contarle de su hazaña y aventuras a su padre, no lo hizo porque sabía que los médicos reales intentarían de cualquier modo preparar el ungüento del que había hablado el viajero, y al hacerlo, el pez moriría inúltimente.

Sin embargo el rey, no creyendo en las buenas intenciones de su hijo, dio orden de que lo ejecutaran. Los sirvientes leales al príncipe le aconsejaron a su madre, la reina, que vistiera a su hijo en harapos, le diera unas monedas de oro y lo dejara partir a una isla distante. Y le advirtieron, además, que no tomara para su servicio a ninguna persona que le exigiera su paga una vez por mes.

Al llegar a la isla, el príncipe compró una casa y rechazó uno tras otro a los sirvientes que buscaban trabajo, especialmente a aquellos que pretendían que su paga fuera de mes a mes. Hasta que dio con un árabe que le propuso que le pagara una vez por año.

Poco tiempo después, el príncipe y el árabe se enteraron de que la mitad de la isla era tierra yerma, sin vegetación, devastada por un monstruo que residía en una cueva rocosa. Y quien procurase matar a la bestia, se dormiría al instante. El árabe preguntó al gobernador cuánto le daría por matar al monstruo; éste le ofreció la mitad de sus tierras y también a su hija. Pero el árabe le reclamó solamente la mitad de sus ganancias futuras. El gobernador estuvo de acuerdo. El árabe mató al monstruo y le sugirió al príncipe que se apuntara el tanto. Agradecido por la hazaña, el gobernador le entregó al príncipe un barco al que secretamente había llenado de joyas.

Juntos, el príncipe y el árabe navegaron por mares inmensos hasta llegar a un lejano país. Esta vez, el árabe instó al príncipe a que pidiera la mano de la hija del rey de ese lugar. El rey escuchó su pedido, pero apenado, le informó que la princesa ya se había casado ciento noventa veces, y que cada uno de sus maridos había muerto en menos de doce horas después de la boda. No importa, dijo el árabe, el príncipe debe casarse con ella.

Tan pronto el príncipe y la princesa se casaron, los sepultureros comenzaron a cavar una fosa. Y cuando horas más tarde una pequeña serpiente reptó hasta la cámara nupcial, el árabe, vigilante, la vio y la mató. A partir de ese momento, la princesa vivió muy feliz con su nuevo marido hasta que un día llegaron a oídos del príncipe importantes noticias de su país. Su padre había muerto y él era ahora el nuevo rey. Al día siguiente, el árabe le explicó a su amo que a él también lo habían llamado a su país razón por la que debía marcharse de inmediato y dejarlo solo. Entonces el nuevo rey quiso recompensar al árabe por los servicios prestados y por salvarle la vida, pero éste lo rechazó todo y le reveló que en verdad: él era el Pez de la Cabeza de Oro.

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