Opinión

Nada que festejar

24 de diciembre de 2020

El 2020 será recordado por la humanidad como el año de la pandemia, del miedo, de la incertidumbre, de la ausencia de besos y de abrazos como parte de nuestras vidas, pero más allá de todo esto, los armenios de todo el mundo también lo tendremos marcado para siempre como el año en el que vivimos la guerra.

Por lo general ningún país quiere la guerra salvo, claro, los que alimentan la violencia. Desde hace treinta años o más Azerbaiyán y Turquía, obsesionados por el odio hacia los armenios y Armenia y por sus intereses geopolíticos y energéticos en la región, desataron una guerra para llevar a cabo una limpieza étnica, esta vez en Artsaj.

Nos toca el papel del vencido, una situación que debemos asumir y comprender. Esta corta guerra y penosa derrota nos dejó una herida ulcerosa difícil de cerrar. Los 44 días fueron una exhibición de heroísmo de nuestros soldados y voluntarios que culminó con un odioso triunfo de la máquina de destruir lo material, lo espiritual pero en especial la vida humana.

En esta guerra que no buscamos, pero que se veía venir, perdimos muchos jóvenes. Un número impreciso de vidas que superan ampliamente la versión oficial. Algunos hablan de que en poco más de un mes perdimos un número igual o superior a los muertos durante los tres años de guerra entre 1991 y 1994. Media generación perdida.

La guerra no fue solo militar. Desorganizó a toda la sociedad. Destruyó la infraestructura económica, social y política de ambos estados armenios. Generó desplazados, refugiados, familias destruidas y miles de soldados que sobrevivieron al horror que, sin duda, se verán afectados por los trastornos por haber vivido las peores circunstancias de esta pesadilla.

¿Cómo dejar de pensar en las nefastas consecuencias que nos dejó la guerra? Para muchos el presente perdió su encanto después del 9 de noviembre y no es para menos. Nos quedan las imágenes de un pasado irrecuperable. Perdimos territorio de Artsaj. Nunca pensamos que se nos podría arrebatar de esta forma. Sufrimos nuestro destino. El destino es tierra y la tierra duele.

De un día para el otro también perdimos muchos tesoros sagrados. Nuestros bienes culturales, nuestros signos de identidad más fuertes serán destruidos sistemáticamente, lo sabemos bien. Conocemos a nuestro enemigo, tenemos experiencia. La fragilidad de las promesas de los organismos internacionales en este sentido hace que la desconfianza esté más que justificada.

Por si no bastara con tanto dolor y angustia, a la cuestión de los prisioneros y a los cuerpos de los soldados caídos en poder del enemigo, se suman los nuevos capturados luego de la firma del acuerdo, algo completamente bochornoso, poco claro y humillante. Vemos circular videos de decapitaciones, vejaciones y maltrato por parte de patrullas azerbaiyanas, algo propio de la nimiedad humana ante lo cual el gobierno armenio no tiene capacidad de reacción ni de reclamo alguno.

Tampoco queda clara la cuestión de “los nuevos límites” que se nos impuso en el acuerdo trilateral firmado por Vladimir Putin, el criminal de guerra Ilham Aliyev y lamentablemente por Nikol Pashinyan. Una firma por la que hasta el presidente de la Asamblea Nacional Armenia, Ararat Mirzoyan, reconoció que “la gente nunca los perdonará”. Día a día vamos descubriendo sorpresas en relación a la capitulación.

El acuerdo nos dejó al acecho de una matanza masiva. Azerbaiyán tiene como aliado más cercano a Turquía, un país que ve a los países de Asia Central como pueblos de raza turania, emparentados por sangre y por idioma aunque no por historia. A principios del siglo pasado Armenia Occidental fue un obstáculo entre Turquía y estos países para cumplir con éxito el programa panturánico. Ese era el objetivo del Imperio Otomano y es el sueño del presidente turco Recep Tayyip Erdogan que se manifiesta nuevamente en las amenazas que hizo junto a Aliyev hace escasos días.

Debemos armarnos de herramientas para que el presente y el futuro no se parezcan a nuestro peor pasado. Estamos obligados a recurrir a la memoria para que nunca demos por superada nuestra situación histórica. Es nuestro deber no escudarnos en la indiferencia ni dejar que las cosas tomen su curso sin que intervengamos con un máximo esfuerzo, con sabiduría y patriotismo para evitar una catástrofe aún mayor.

Si pretendemos seguir existiendo como Estado y prosperar todo depende de la capacidad de reconocer nuestra situación para poder sobrellevar las consecuencias de lo padecido. Debemos encauzar la crisis política desatada después de la derrota. Nos enfrentamos al imperativo de la reorganización nacional. Necesitamos pasos y acciones firmes para volver a despertar, para revitalizarnos y recuperarnos del duro golpe.

Este fin de año será claramente diferente a cualquier otro en la historia moderna. Sin sobreactuar, los armenios lo viviremos de una manera particular. Por solidaridad con nuestros hermanos, por los prisioneros cautivos, por las viudas, por los hijos de los soldados, por los desplazados y por mucho más este fin de año tenemos mucho que pensar y recuperar pero nada que celebrar ni festejar.

Pablo Kendikian

Editor general del Diario ARMENIA

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