Opinión

Nunca el techo y la comida han de faltar, eso creo

21 de diciembre de 2020
Ph. Garo Lachinian.

Esta debe ser una de las premisas más comprendidas y practicadas por el pueblo armenio y su inconsciente colectivo.

Eso se ve, obvio que hay excepciones, como todo, vio.

La casa es que aunque cerca de cien mil personas están desplazadas en Armenia a causa de la guerra, la comida y el techo no faltan, eso es súper positivo. Asimismo el flagelo de comer y vivir en la que nunca fue tu casa es cómo ser el principal actor de una larga agonía, de un sin salida abstracto en el que pensar en tu casa es cómo buscar vivencias de otro tiempo que ya no. Es asumir la muerte de tu anteriores costumbres, vecindario, calles, rincones, amores, cajones, cocinas, escobas, balcones, techos, colegios, tenders, taxistas; puta vida, yuta vida y toda la mierda más mierda.

Y con todo esto el invierno es el peor consuelo. ¿Dónde va la gente cuando muere su alma y su cuerpo persiste?

¿Buscará una casa donde cambiar su piel? ¿Dónde los que no tienen lugar?

¿A qué precio un taxista de Ereván se niega a meter en su auto una caja con comida, que por la lluvia se ensució, y dejar de garpe a una familia que con la justa tenía para pagarle? ¿A cuánto estamos de no querer a les de Artsaj en Armenia? ¿A dónde vamos como pueblo si seguimos en la de “cada uno está para la de uno” en esta situación de postguerra? ¿A dónde nos conduce la pérdida de la sensibilidad? ¿A quién le queda el traje de responsable mayor? Ya sabemos quién es, lo tenemos claro.

Y después reconstruir nuestra identidad, volvernos malos, muy malos, tan así que nos teman, que nadie se meta con nosotros, que seamos el Judas de un Jesús sin recuerdo para dejar de sufrir. Escribo esto y no me lo imagino, pero no veo una salida más clara que el respeto por el respeto.

“Vai en orer@” (Nostalgia de aquellos días)

Son los momentos vividos los que vuelven como daga en la espalda de un caminante que por enamorado decidió andar por medio de la montaña sin agua. Confiando que en cada esquina, entre piedra y piedra encontraría un manantial, una vertiente que calmase su sed.

Confiando en quien le ama y dejando todo por el deseo de llegar a destino para abrazar y bailar en complicidad, con el orgullo de entregarse de lleno al amor por su tierra y la de su pueblo.

Así duele el recuerdo de haber vivido en mi tierra, la cual fue vendida por un ideal egoísta y de un falso progreso.

De un falso líder, que mintió y condenó al dolor eterno al sobreviviente, a quienes perdieron todo, a su familia, a quienes prendieron fuego sus casas, a quienes vieron como se prendía fuego, a quienes se quedan y cocinan para uno o dos comensales menos cada día.

Es una condena perpetua sujeta al dolor más grande que vi, al desgarre del alma que por más tiempo que pase nada podrá reparar. La condena por la gloria eterna de los que se fueron, la marca en el espíritu que con metal caliente sellaron un agujero negro que tatúa la muerte, apagando la luz. El fin del principio de una vida que perdió su alma de diamante.

Hoy nevó en Ereván y dejó en evidencia una ciudad en blanco y negro, lastimada por voluntad de otros que hace siglos nos quieren así de tristes.

El silencio que se genera en la atmósfera cuando nieva es similar al acorde disminuido spinetteano más bello que se puede sentir. En un balcón, con un té de menta y un cuaderno en blanco por descubrir. Así empezó y terminó mi día de nieve en esta ciudad; como puede empezar el día de cualquier chico como yo, de clase media, varón y con todos los privilegios que me acompañan en este mundo.

Pero el día de las madres y familiares de los soldados que murieron peleando por el objetivo final de preservar la tierra de la patria, no empezó igual y nunca será como el mío.

Hoy nevó en Ereván y el silencio que acompaña su caída se vio alterado por el llanto de miles de almas que desesperadas buscan consuelo en un Dios que hace tiempo ya no aparece por acá.

Ignacio Analian

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