Opinión

Retroceder una vez más

27 de enero de 2021

La historia del pueblo armenio estuvo siempre marcada por el fuego y la espada. Cuando el soldado o la guerrera, por un lado, se enfrentaron a la muerte y derramaron su sangre de juventud; por el otro, afirmaron la voluntad de defender el supremo ideal de permanecer libres y soberanos sobre su suelo patrio. Y con aquella inquebrantable decisión de luchar, iluminaron todo a su alrededor.

Armenia avanzó y retrocedió muchas veces en sus casi cinco mil años de historia. Permaneció en la luz y en la oscuridad, como cualquier civilización antigua. Pero nunca había retrocedido tanto como en el último milenio. Sardarabad, Pash Aparán y Gharakilisé fueron victorias que detuvieron al genocida y permitieron la fundación del Estado armenio moderno. Shushí, siete décadas después, posibilitó la creación de la República de Artsaj. Todas estas batallas se identifican con la resistencia, la supervivencia y la libertad, pero la última, además, trajo un aire fresco de justicia, reparación y restitución.

La guerra de Artsaj de los noventa significó recuperar territorio histórico, avanzar luego de siglos de retroceso. Imprimió el sentimiento y la sensación de haber vencido con la fuerza propia. De haber ganado al fin.

Desafortunadamente, este último episodio de la historia reciente del pueblo armenio lo condenó a un nuevo repliegue; a retroceder una vez más. Los cuarenta y cuatro días de combate en Artsaj, durante el segundo semestre del pasado 2020, han modificado el escenario geopolítico del Cáucaso Sur afectando (en mayor o menor medida) a todos los países, y provocando serias implicancias para el futuro próximo de las relaciones intra-regionales.

Ciertamente, como en toda contienda, el resultado deja ganadores y perdedores. La historia parece repetirse una y otra vez: Armenia pierde, Turquía gana.

La aparente y sistémica derrota armenia no tiene ganancias absolutas ni relativas. Las consecuencias de la capitulación la ubican en una profunda crisis sociopolítica a la que, además de la situación agravada por el COVID-19, se le suman las dificultades económicas, la cuestión irresuelta de los refugiados y de los prisioneros de guerra, los problemas de infraestructura y la crisis habitacional de la población en Artsaj. La nación armenia sufre la pérdida de parte significativa de su territorio ancestral, de combatientes y civiles, de recursos económicos fundamentales para su desarrollo; y, a posteriori, la cesión de recursos naturales y su explotación y de límites fronterizos interestatales con Azerbaiyán, el desdibujamiento de la línea de contacto entre las repúblicas de Artsaj y Azerbaiyán y entre Artsaj y Armenia, y la pérdida de la capacidad del reclamo legítimo por la autodeterminación del pueblo artsají.

El principio de no intervención, como era de esperarse, volvió a ponerse en cuestión. Tanto Rusia como Turquía no se abstuvieron al inmiscuirse (directamente) en los asuntos internos de sus Estados vecinos. En este caso la soberanía de Armenia, la independencia de su nación y el derecho de autodeterminación de su pueblo, y el de Artsaj, quedaron subordinados a la voluntad del interventor ruso, a la posibilidad de que su injerencia siga in crescendo y, posiblemente, que gran parte de los problemas de seguridad nacional estén conectados, provistos y “resueltos” desde Moscú. En el caso de Turquía, la incursión militar con tropas propias en apoyo a Azerbaiyán, la implantación de mercenarios terroristas contratados para la ocasión y las posibilidades que generó la victoria turca-azerí para la instalación de sus bases militares en territorio de Artsaj, consiguieron vulnerar aún más la seguridad nacional de los armenios.

Que el acuerdo del 10 de noviembre contenga detalles y matices no expresos, y genere constante incertidumbre y diferentes interpretaciones para las partes en conflicto, permite a Rusia desempeñar un papel único como árbitro. Armenia se ha debilitado, su ejército está desmoralizado y Azerbaiyán (con el apoyo directo de Turquía) intenta aprovecharse de ello para obtener la mayor tajada posible sobre los puntos inciertos del acuerdo.

Como vencedor, Azerbaiyán se encuentra en una situación un tanto compleja y problemática. La presencia militar de Turquía y Rusia en su territorio significa una pérdida en términos de soberanía nacional, incluso a pesar de la alianza político-militar estratégica que conserva con Turquía. Que el ejército ruso, aliado poco fiable para Aliyev, se haya asentado en su territorio, no es una buena señal para los azerbaiyanos y permite pensar que la influencia rusa en Bakú podría llegar a incrementarse de manera significativa en los próximos cinco años. Una porción considerable de la oposición y el oficialismo en Azerbaiyán critican la intromisión de las fuerzas de mantenimiento de paz rusas, acusándolas de proteger al gobierno de la República de Artsaj.

La extensión de territorio que estaba bajo dominio de la República de Artsaj, y que perdieron los armenios, era el botín que venía a llevarse Aliyev; y aquello no sucedió exactamente como él lo había planeado. El alto el fuego del 10 de noviembre no nació para ser una solución a largo plazo, y el poder de Bakú no logró (por ahora) extenderse en todo el territorio que viene reclamando como propio.

Para Rusia, el Cáucaso Sur se considera parte de su extranjero próximo; el patio trasero donde ejerce influencia y tiene intereses creados. La ambición política de Erdogan necesariamente choca con la visión y los planes de la Rusia de Putin para la región transcaucásica. Al asegurar su presencia en Artsaj, por los próximos cinco años, se puede afirmar que Rusia es uno de los ganadores en esta guerra. Sin embargo, el costo es aún mayor al ceder una parte de su privilegiado rol de hegemón en aquella zona de influencia. Turquía se instaló en su patio trasero, y, por lo tanto, también lo hizo la OTAN. A esta preocupación se suma la presencia de miles de combatientes terroristas que Erdogan deposita en territorio artsají; acción que regresa a Putin a los tiempos del líder checheno Basayev.

Por último, si Armenia es el perdedor número uno de esta guerra, el ganador indiscutido es Turquía. Porque sus ganancias superaron los costos de participación, su posición en la OTAN no se vio seriamente afectada como lo esperaban algunos miembros de la organización (como Francia o Grecia) y Erdogan fortaleció el rol de Turquía como potencia regional. Pese a que no pudo desplegar sus fuerzas como lo hizo Rusia, aseguró su presencia militar en Azerbaiyán, rodeando a Armenia casi por completo (incluido el paso hacia Najicheván) y avanzando en el cumplimiento del plan panturquista del siglo pasado. Pero el detalle más importante a tener en cuenta, es que Erdogan hizo pie sobre el espacio ex soviético, que simbólica y estratégicamente lo corona como el gran vencedor de esta contienda.

El futuro de Armenia es sombrío porque Turquía avanza a paso firme. La nación entera, en la patria y en las distintas comunidades diaspóricas, no puede demorarse en ordenar sus capacidades y proyectar con celeridad un futuro que asegure su existencia y supervivencia. Y para ello, necesita de un nuevo gobierno que reformule la agenda y que levante la moral para poder superar la crisis y sacar al país de esta adversa y cruel realidad.

Esta última derrota tiene que servir para despertar.

Lic. Agustín Analian

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